A mi abuelo Anelio, que entre otras muchas cosas me enseñó a amar las películas del oeste, y a mi talentoso primo Anelio, que es como un personaje de Víctor McLaglen: grande, fuerte y de buen corazón
Cuenta Pilar Pallete, una morena limeña que aún conserva parte de su espléndida belleza, que su marido jamás le había cogido la mano con tanta fuerza. "Me apretaba los dedos con tanta energía que por un momento pensé que me los iba a romper. Nunca lo vi tan nervioso. Estaba atemorizado porque pensaba que podía perder", añade esta atractiva mujer que renunció a su carrera de actriz el día que contrajo matrimonio con Marion Robert Morrison, es decir, John Wayne.
Aquella noche, el 14 de abril de 1970, en el Dorothy Chandler Pavilion del Centro Musical del Condado de Los Ángeles, el legendario intérprete de más de un centenar de películas y con cuarenta años de carrera a sus espaldas (había debutado en el ocaso del cine mudo, a finales de la década de los veinte) no las tenía todas consigo para alzarse, por vez primera, con el Oscar. Es cierto que semanas atrás los corresponsales de la prensa extranjera, acreditados en Hollywood, le habían premiado con el Globo de Oro, pero Wayne llegaba a la ceremonia de concesión de los galardones de la Academia en competencia directa con Richard Burton (candidato por su caracterización de Enrique VIII, en Ana de los mil días); con Dustin Hoffman y John Voight, por sus inolvidables papeles en Cowboy de medianoche, y con Peter O"Toole, que aspiraba al Oscar por el entrañable profesor al que daba vida en Adiós, Mr. Chips.
La encargada de entregar la dorada estatuilla, una jovencísima y algo cursi Barbra Streisand (triunfadora el año anterior en la categoría de Mejor Actriz), no pudo evitar un ligero gesto de alivio cuando, al abrir el célebre sobre lacrado de la auditora PricewaterhouseCoopers, leyó el nombre que todos estaban esperando oír.
"Quisiera tener un recuerdo para dos amigos: John Ford y Gary Cooper", dijo con una emoción contenida, austera, lacónica, un escueto John Wayne, mientras sostenía en su mano los 3,85 kilos de cobre, níquel y oro de veinticuatro quilates con que sus compañeros de profesión venían a coronar décadas de un liderazgo moral incuestionable.
Precisamente, el carácter de honor tardío que se le confirió a este premio, llamado a reconocer el talento interpretativo de un actor que, por encima de todo, encarnaba el ideal de héroe norteamericano por autonomasia, desvirtuó la meritoria labor del propio Wayne en su estudiada composición del marshall Rooster Cogburn, reverso bronco, cascarrabias, desengañado e irónico del arquetipo que lo había convertido en una celebridad universal.
"Yo creo que el lado más simpático del western consiste en que todo el mundo puede identificarse con los cow-boys… Todos deseamos dejar detrás de nosotros el mundo civilizado y les envidiamos menos a ellos como individuos que a la vida sencilla y recta que pueden vivir. Todos nos imaginamos que hacemos cosas heroicas. Haciendo interpretar a hombres guapos papeles semiauténticos, no hacemos sino seguir la tendencia general del cine… La equidad es lo que nos salva, es nuestra redención, ¿no es verdad?", se cuestionaba John Ford que, fiel a sus palabras, en 1939, contra la opinión del estudio, decide rodar en exteriores La diligencia, una libérrima versión del relato de Guy de Maupassant, Bola de sebo, y en la que otorgó protagonismo a un entonces poco conocido actor, que llevaba diez años batiéndose el cobre en películas del oeste de bajo presupuesto.
No hay que ser muy sagaz para darse cuenta de que en aquel hombretón, ex jugador de fútbol americano en la Universidad del Sur de California, el extraordinario cineasta encontró la carne (y el espíritu) con la que esculpir la materialización de su propio concepto de la masculinidad, al igual que Miguel Ángel, en el David, había logrado convertir una mole de mármol desechado en la plasmación de la suprema belleza del cuerpo humano. Ford halló en Wayne la perfecta representación de los valores éticos y estéticos que habían fortalecido a Norteamérica. Gracias a sus sabias manos de irlandés desconfiado y de poeta descreído, su alter ego, Marion Robert Morrison, se despojó del envoltorio carnal para dar paso al mito.
En muchas ocasiones la imponente aureola de esta figura empalidece hasta hacer casi invisible al intérprete que hay detrás, lo que lleva al espectador a olvidar que, a lo largo de su trayectoria, John Wayne legó para la posteridad un buen número de creaciones memorables (Río Rojo, Fort Apache, Arenas sangrientas, La legión invencible, Río Grande, El hombre tranquilo, Centauros del desierto, Escrito bajo el sol, Río Bravo, Hatari!, El hombre que mató a Liberty Valance, El Dorado, Río Lobo), fruto de un increíble don de la naturalidad, tan sólo al alcance de los más grandes actores.
En plena madurez y en el inicio de su declive físico, cuando ya se le había extirpado el pulmón izquierdo, a causa del cáncer, Wayne ofrecería en Valor de ley (True Grit) una de sus mejores caracterizaciones. En ella, encarna a un alguacil viejo y borracho que es contratado por una joven de catorce años para dar caza al forajido que ha acabado con la vida de su padre. Esta cinta adaptaba la novela del mismo título (cuya traducción literal bien podría ser Verdadero coraje o Auténticas agallas), original de Charles Portis, que fue publicada por entregas en el periódico The Saturday Evening Post, en 1968. La buena acogida dispensada a esta obra animó a los ejecutivos de la Paramount a comprar los derechos y a contratar los servicios de una estrella que, a pesar de su veteranía, aún era un reclamo para la taquilla.
La realización del film recayó en el competente Henry Hathaway, un director todoterreno, amigo personal de Wayne, con el que había colaborado en anteriores ocasiones y con el que había coincidido en los westerns La conquista del Oeste (1962) y Los cuatro hijos de Katie Elder (1965).
Sin llegar a la categoría de obra maestra dentro del género, Valor de ley (1969) es una buena película, donde todos los elementos dramáticos (los serios, los cómicos y la pura acción) están perfectamente equilibrados y la formidable exhibición de su protagonista principal encuentra el debido contrapunto en sus acompañantes: el cantante country Glen Campbell, digno y distinguido en su rol de ranger de Texas (en la más famosa de sus escasísimas apariciones en la gran pantalla), y Kim Darby, estupenda en su composición de la impertinente Mattie Ross, la chica huérfana que decide emprender por su cuenta y riesgo la captura del asesino de su progenitor.
Rodada en parajes naturales de Bishop, California, esta primera versión del relato de Portis contaba, además, con un elenco de excelentes secundarios (en el que destacan con luz propia Robert Duvall, Dennis Hopper, Jeff Corey y Strother Martin, inconfundible e inevitable presencia en los mejores films de Sam Peckinpah); tenía a su favor la soberbia fotografía de Lucien Ballard, responsable también de la impactante factura visual de Grupo salvaje; y poseía una maravillosa banda sonora, escrita por Elmer Bernstein, autor de la música de, entre otras, Los comancheros, Los siete magníficos, La gran evasión y Matar a un ruiseñor.
Así que, con semejante precedente, cuando hace meses descubrí por casualidad el tráiler del nuevo largometraje de los hermanos Coen y caí en la cuenta de que se trataba, otra vez, de la misma historia, con los mismos personajes, mi primera reacción fue de desencanto, al comprobar que ni siquiera los dos tipos quizás con mayor talento y originalidad, los dos creadores más inetiquetables e imprevisibles dentro del cine norteamericano, tampoco escapan de la crisis de ideas que atenaza a Hollywood desde hace dos décadas.
Me impuse entonces a mí mismo la promesa de no ir a ver Valor de ley. ¿Para qué? ¿Por qué? ¿Qué nueva "genialidad" se les ha ocurrido a éstos por la que merezca la pena pagar 6,70 euros?, me preguntaba. "Me niego a dar dinero por ver a Jeff Bridges con un parche en el ojo durante dos horas", me espetó malhumorado, como casi siempre, mi hermano Míguel (con quien comparto bastantes filias y fobias cinematográficas), al sugerirle que tal vez tendríamos que darle una oportunidad a este remake. Y a los Coen.
Y se la di. ¿Y saben qué? No me arrepiento.