Siempre se ha dicho que, con la utilización de la bomba atómica, el hombre entró, a costa de sacrificar a decenas de miles de víctimas inocentes (en la guerra, todos los muertos que no llevan uniforme pueden ser considerados víctimas inocentes, al menos, hasta cierto punto), en una nueva era, cuando, en verdad, lo que hizo fue quitarle a Dios las herramientas de su propia destrucción.
Por fin, tras milenios de dura pugna, la Tecnología conseguía derrotar a la Teología y todos, absolutamente todos, abrazaron con convicción y entusiasmo el nuevo evangelio de la energía nuclear: todopoderosa fuerza, capaz de desintegrar al Verbo, para, a continuación, devolverlo a su estadio original.
Amo y señor de su destino, después de la experiencia traumática (como todo nacimiento) de las brutales explosiones de Hiroshima y Nagasaki, el hombre ha tratado de simplificar la común existencia de su especie dentro de los límites previsibles de una compleja ecuación que reduce al mínimo el margen para el error. Sin embargo, en ocasiones, esa pretendida realidad hipercontrolada sufre una súbita e inesperada sacudida y el espejo al que nos asomamos cada día se quiebra en mil pedazos y, de nuevo, como en la noche de los tiempos, volvemos a convertirnos en criaturas frágiles, vulnerables, temerosas y desamparadas ante la arbitrariedad de la muerte.
En el paisaje atroz de desconcierto y devastación que, en los últimos días, ha hecho acto de aparición en nuestros (por ahora) seguros hogares de este apartado rincón del mundo, resulta especialmente llamativa la fugaz imagen de una niña de apenas cuatro meses que los heroicos soldados rescataron bajo las ruinas de la ciudad japonesa de Miyagi, tres días después del terremoto y del posterior tsunami.
Los periodistas, testigos silenciosos del prodigio observado a través de sus cámaras, hablan de milagro. Aunque, en el fondo, tal vez se trate de la manifestación de algo mucho más profundo, de la revelación sobrecogedora, paradójica e incontestable, de que acaso la vida sea el único misterio en el que reside toda esperanza.