A diferencia de don José Rodríguez Ramírez, hidalgo estrafalario (y esperpéntico) que conduce con su frágil mano de hierro los designios del periódico El Día (del que han echado a la calle a una docena de trabajadores estas dos últimas semanas), los indios norteamericanos se resistían a ser fotografiados, ya que, en su infinita sabiduría, tan ancestral, tan telúrica, temían que aquellos artilugios de ojos oscuros y aspecto siniestro les robasen el alma.
Según esta creencia, un actor o actriz de cine es alguien que vende su espíritu a cambio de la inmortalidad porque, al permitir que su cuerpo se transubstancie en veinticuatro fotogramas por segundo, esta representación de sí mismo ya no le pertenece y le sobrevivirá, al menos en su condición de vívido espejismo, incluso cuando de la carne que en su día le insufló aliento ya no quede sino el polvo.
En el caso de las estrellas del celuloide, como la recientemente fallecida Elisabeth Taylor, a esta pérdida de identidad, que lleva a que la persona quede oculta para siempre bajo la máscara del personaje, se suma una segunda maldición: la imposibilidad de envejecer. Lo que empuja, sobre todo, a las mujeres a emprender una cruel y absurda lucha contra el tiempo.
Reacias a quedarse sin su estatus de mito, de criaturas perfectas que son objeto de los deseos más íntimos, muchas de estas leyendas se someten a toda clase de vejaciones y de macabros tratamientos con tal de poder seguir reconociéndose en el espejo de su fantasmagórico esplendor, por lo que, con frecuencia, caen en una grotesca y humillante decrepitud.
La última etapa en la vida de Liz Taylor tuvo algo de esta decadencia triste y lastimosa, de reedición, entre kitsch y colágena, de la fábula de Dorian Gray. Sin embargo, su largo ocaso, del que hemos tenido puntual noticia en las páginas de papel couché de revistas y televisiones, que ha estado salpicado de grandes comparecencias públicas (casi todas ellas, con loables fines benéficos) e insignificantes interpretaciones de verdadera calidad, no le resta ni un átomo de magia, de increíble y sensual atractivo, a la mujer que nos encandiló desde la pantalla con su magnetismo animal, con su temperamento felino, con su belleza encendida y su instinto depredador.
Recuerdo que la primera vez que contemplé la espalda desnuda de la única mujer a la que he amado con la misma pasión salvaje, devoradora, con la que probablemente te quiso Richard Burton, me acordé de ti, Elisabeth Taylor, de tu torso blanco, luminoso, evanescente, y de tu presencia explosiva, todo carnalidad hasta ser casi vulgar, en Reflejos en un ojo dorado, y entonces comprendí que las diosas existen y habitan entre nosotros.