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El callejón
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Diario de un náufrago

Siempre quise ser periodista. Bueno, para ser sinceros, siempre, siempre, no. Hubo una época, en la flor de la infancia, en la que mi mayor aspiración era jugar en Tercera División Nacional con el Tenisca. Entonces, el fútbol no pasaba de ser un vulgar entretenimiento para masas, con apenas cobertura televisiva, carente de la sensacional proyección mediática que hoy tanto apabulla y aturde por igual a correligionarios y detractores, y cuyos aficionados, sobre todo los de este rincón remoto del país, mataban el hambre con las emisiones dominicales de "Carrusel Deportivo", las páginas del AS y los resúmenes de "Estudio Estadio" el lunes por la noche. Además, en esos años, finales de los setenta, el balompié en España arrastraba, cual leproso desarrapado, el feroz estigma de haber sido un mero instrumento de distracción en manos del régimen anterior.

Sin embargo, a nosotros, los chicos del llamado "baby boom", todos esos prejuicios intelectuales no conseguían deteriorar en lo más mínimo la fascinación que sentíamos por la pelota. En aquellos interminables días de la niñez la vida giraba alrededor de cualquier objeto susceptible de ser pateado, con o sin efecto. Nuestro voraz entusiasmo futbolero nos llevaba a jugar partidos con piedras e incluso tengo a gala el haber detenido una pila con la pernera del pantalón, tras la ejecución de una pena máxima, bajo uno de los desaparecidos laureles de la plaza de Santo Domingo.

Poco a poco, el culto al balón fue cediendo espacio a otras preocupaciones más o menos prosaicas (los estudios, el despertar de la sexualidad, la lectura, la llamada de la naturaleza, la música, la pulsión carnal, el cine, las mujeres…) pero sin que se apagasen nunca del todo las brasas de ese primer idilio, de ese amor inocente por un juego (con la correspondiente militancia en unos determinados colores) que luego, sin saberlo, habría de acompañarnos hasta hoy como una marca de nacimiento.

En cuanto me convencí de que jamás saldría en los álbumes de estampas de la editorial Este, decidí reorientar mis pasos por otros derroteros y enfoqué mi atención en algo que me había despertado un interés especial desde que aprendí a reconocer los primeros signos escritos, sobre la desgastada pizarra de una diminuta guardería, a orillas del Charco de San Ginés, en Arrecife. Un día, con la intención de que echásemos la siesta, la maestra nos invitó a que soñáramos. "El que tenga el mejor sueño se llevará un premio", anunció. Como los demás chiquillos, cerré los ojos, pero era incapaz de quedarme dormido. Al cabo de un tiempo, que a mí me pareció eterno, la profesora, que era una de aquellas modestas enseñantes de barrio, con sandalias y calcetines, como sacada de un cuento de Ignacio Aldecoa, nos despertó y nos pidió que le contáramos lo que habíamos soñado. La mayoría de los niños reconoció no haber soñado absolutamente nada. Cuando me tocó el turno, hice una exhaustiva descripción de un portaaviones, que me valió mi primer sueldo: un duro con la efigie de Franco. Ese día descubrí que uno se podía ganar la vida contando historias y muchos años después, cuando obtuve mi primera paga de periodista, sentí que, por fin, había encontrado mi verdadero papel en esta comedia de errores (y horrores) que es la existencia.

No obstante, ahora, que ya no ejerzo la profesión por la que tanto me peleé contra el mundo y a la que intenté entregar la mejor versión de mí mismo, mientras tecleo palabras en esta especie de cuaderno de bitácora, cuyas páginas recién empiezo a abrir, no puedo evitar cierto desasosiego, cierta inquietud. Imagino que se trata de la pasajera desorientación del que llega (o regresa) a un lugar que le resulta extraño y familiar a la vez. Tal vez sea una forma contenida de temor, un vértigo, acaso la incertidumbre que conlleva la absoluta convicción de que, hagas lo que hagas, busques lo que busques, al final, más tarde o más temprano, vivir no es otra cosa que sobrevivir al naufragio.             

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