A mi madre
En las antiguas sombras y crepúsculos
donde la infancia se había extraviado,
nacieron las grandes tristezas del mundo
y sus héroes se fraguaron.
En la niñez perdida de Judas
Cristo fue traicionado.
A. E. Housman
Por lo general, somos criaturas frágiles, desconfiadas, y reaccionamos con una rabia ciega e incontenible ante el descubrimiento de nuestra propia debilidad. En la plúmbea novela Crematorio, de Rafael Chirbes, que hace cenizas la voluntad del lector más resistente, el narrador, en boca de uno de sus reiterativos (y cansinos) personajes, suelta algo así como que el "hombre es un saco de desperdicios que no conviene abrir". Sin llegar a caer en semejante (y sobajado) nivel de misantropía, uno sí que piensa que la inmensa mayoría de sus congéneres (incluido un servidor) se desenvuelve en términos de similar licantropía hobbesiana: homo homini lupus (la cita completa, original del comediógrafo Tito Maccio Plauto, es "Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro"). De igual manera, la existencia suele reducirse a un doloroso y amargo proceso de aprendizaje, simultáneo al envejecimiento, que lleva aparejada una ininterrumpida sucesión de desengaños, frustraciones y derrotas (con escasos, cortos y fugaces instantes de felicidad) con las que cualquier hijo de vecino ha de aprender a convivir si quiere salir adelante para no caer en el desánimo absoluto o en el suicidio, que, contrariamente a lo que defendía el genial Antonio de Lara, Tono, no consiste en matar a un suizo, sino en el único problema filosófico que merece la pena ser abordado, según Albert Camus.
Así, en el breve trayecto de la vida, Manola, la vida, la infancia se erige en algo más que preámbulo, embrión o simiente de expectativas incumplidas y deseos insatisfechos. La infancia lo es todo o no es nada. Paraíso sembrado de sueños o cruel escenario de las peores pesadillas, es la patria común de la especie humana, si compartimos la archiconocida metáfora de Rilke. Sin embargo, debido a su naturaleza inaprensible, que la hace volátil y a la vez omnipresente, con todas sus cicatrices y secuelas, quizás lo más aproximado sea considerarla otro tiempo sin tiempo dentro de nuestro particular viaje a ninguna parte, o sea, la muerte, que ahí aguarda, al final del camino, tan callando y con sus fúnebres ramos.
Alguien dirá que, en el fondo, siempre se está volviendo a la niñez, lo que para un freudiano no es otra cosa que el eterno retorno al útero, principio de todo. Y, en cierto modo, hay algo de real en la idea de que nunca dejamos atrás por completo ese pasado recurrente, ese paisanaje del que resulta muy difícil desprenderse y al que nos sentimos unidos por un vínculo casi umbilical que se nos aferra a las entrañas como un bálsamo o una maldición.
La identificación de la infancia con el edén perdido es un tópico literario de largo recorrido. Quien más y quien menos lo deja caer entre verso y verso, entre párrafo y párrafo y entre col y col, lechuga. Ya sea como visión nostálgica o como anhelo desgarrado, la niñez, quintaesencia de la felicidad o de su opuesto, es uno de esos fantasmas habituales del escritor que, como todo el mundo, se siente un poco huérfano del niño que fue y que, como muy bien me explicaba mi abuelo Anelio, jamás termina de morir dentro de uno mismo. El gran Charles Bukowski, perdedor de perdedores, lo expresó con escalofriante elocuencia en su sobrecogedor poema Pensión de mala muerte:
No has vivido
hasta no haber estado en una
pensión de mala muerte
con nada más que una lamparita
y 56 hombres apretujados en catres
y todo el mundo roncando a la vez
y algunos de esos
ronquidos tan profundos y
tan bastos e increíbles…
Oscuros, carrasposos,
infrahumanos, resollantes
del mismísimo infierno,
parece como si
se te partiera la cabeza
entre esos sonidos de muerte,
y los olores entremezclándose:
medias sucias y rígidas y
calzoncillos con orines y excremento.
Y por encima de todo eso
un aire que circula lentamente
muy parecido al que emana de los
cubos de basura destapados.
Y esos cuerpos en la oscuridad
gordos y flacos y encorvados,
unos sin piernas, sin brazos,
otros sin cerebro,
y lo peor de todo:
la ausencia de esperanza
los envuelve, los cubre totalmente.
No se puede soportar.
Te levantas,
sales,
caminas por las calles,
subes y bajas aceras,
pasas edificios,
doblas la esquina
y vuelves a subir
la misma calle
pensando:
todos esos hombres
fueron niños una vez.
¿Qué les pasó?
¿Y qué me pasó a mí?
Está oscuro y hace frío ahí fuera.
Una prueba más de la constante actualidad de la infancia como socorrido referente temático para obras literarias la encontramos en dos recientes y más que aceptables películas españolas: Pa negre (Pan negro) e Ispansi (Españoles).
El primero de los títulos, que arrasó en la última edición de los premios Goya, donde obtuvo nueve merecidísimos galardones, incluidos los de mejor film y mejor director, Agustí Villaronga, quien firma el guión (también premiado), reconstruye con brillante autenticidad la atmósfera opresiva de la posguerra en la Cataluña rural. Al inicio de la historia se comete un doble asesinato, que sirve de detonante para que se despliegue una intriga muy rica en emociones contenidas, eficaz en las sugerencias y hábil en su desconcertante giro final, y en la que predominan los lugares y personajes misteriosos y, sobre todo, la mirada ingenua de su protagonista, Andreu, un niño (espléndidamente interpretado por el debutante Francesc Colomer) que experimenta en carne propia la terrible e irreparable pérdida de la inocencia.
Tal y como reconoce su realizador, "el eje central sobre el que se articula Pa negre es la devastación moral que produce la guerra civil" y, en ese sentido, el relato elude cualquier juicio moral sobre los vencedores y vencidos, para entrar de lleno en el alto precio que unos y otros tuvieron que pagar.
Por su parte, Ispansi (Españoles), segundo largometraje como director y guionista del actor Carlos Iglesias, centra su atención en otras víctimas del mismo conflicto: los millares de niños que fueron evacuados de la zona republicana a la Unión Soviética. Aunque la figura central en esta ficción, inspirada en testimonios absolutamente verídicos, sea una madre que acompaña, de incógnito, a su hijo durante su odisea a través de la estepa rusa, amenazada por las tropas alemanas, el principal componente del drama proviene de la infinita tristeza, de la melancolía atroz que suscita la niñez arrebatada.
Las virtudes que Iglesias había apuntado como cineasta, hace cinco años, en Un franco, 14 pesetas, se han visto ratificadas ahora, en Ispansi, donde vuelve a demostrar un exquisito gusto para abordar cuestiones espinosas y, sobre todo, una admirable humanidad y ternura, exenta de sentimentalismo barato y cursilería. La esmerada factura de esta cinta, que ha sido injustamente ignorada por el mismo público que acude en masa informe, embrutecida, a engordar de euros la cuenta corriente de Santiago Segura por su Torrente 4, nos recuerda que es posible volver la vista atrás sin ira, siempre que, como aquí, ese esfuerzo se haga con pudor, honestidad, imparcialidad y limpieza.