Las autoridades sanitarias advierten a los aficionados madridistas y culés que la lectura del presente artículo puede causarles serios perjuicios en su salud
La encarnizada pugna por la supremacía mundial del balompié que han protagonizado en el último mes los dos clubes más laureados del fútbol ibérico ha dejado un rastro de secuelas, desperfectos, perjuicios y daños colaterales cuyo verdadero alcance no se conocerá hasta que transcurra, al menos, el tiempo suficiente para que los encanallados gladiadores, que se han batido el cobre en defensa de sus respectivos clanes, retornen a la casa común de la concordia, la sensatez y la cordura que hoy por hoy representa la selección española que, de la mano del muy atemperado Marqués de Del Bosque, es la única patria compartida que les queda a los ciudadanos de este país.
Ambos equipos, atrincherados en propuestas de estilo diametralmente antagónicas, han escenificado ante millones de espectadores de todo el planeta un tenso melodrama con más histeria que historia y con más cuento que épica, siguiendo casi al pie de la letra el guión escrito por el autor principal de la función: José Mourinho, cuya insultante desfachatez, total ausencia de escrúpulos y absoluta falta de sentido del humor, unida a su carácter taciturno y gruñón, lo convierten en una caricatura (y no en personaje, que es lo que pretende) y le hacen acreedor de la famosa sentencia que un muy indignado Miguel de Unamuno espetó al general José Millán Astray, durante la celebración del Día de la Raza (el 12 de octubre) de 1936, en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, cuando, tras aguantar una retahíla de discursos y exabruptos contra la República ("¡A mí la Legión!", "¡Viva la muerte!" y "¡Abajo la inteligencia!", había gritado el militar de un solo ojo desde la tribuna de oradores), pronunció las siguientes palabras: "Venceréis pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis porque convencer significa persuadir".
Verdadero maestro en el arte de la persuasión se había revelado Josep Guardiola i Sala (excelente centrocampista, admirador de Lluís Llach y cultivado lector bilingüe) desde su designación como entrenador de la primera plantilla barcelonista y que, hasta la representación de esta última tetralogía de duelos de titanes entre los máximos heraldos de Madrid (y media España) y de Cataluña, había dirigido los designios de Camp Barça con la extrema delicadeza de un espadachín de Rafael Sabatini. Sin embargo, El Pep, como cariñosamente se le conoce por las tierras de Santpedor, herido en su orgullo y harto de las meticulosas y estudiadísimas provocaciones del míster rival, sacó a relucir su fuerte temperamento (el mismo que le acredita como el jugador del F.C. Barcelona que más veces, diez, ha sido expulsado del terreno de juego) y mostró las aristas envenenadas de su personalidad en el curso de la rueda de prensa, celebrada en el Santiago Bernabéu, en la víspera del tercer partido.
Es de suponer que, por mandato expreso de su airado y ofendido técnico, los futbolistas azulgranas saliesen al campo con la consigna de poner toda la carne en el asador, lo que incluyó la exhibición de tarascadas, muecas, falsas agresiones y simulacros de entradas alevosas que terminaron por confundir al juez de la contienda, que, injustamente, envió al vestuario al impetuoso y eficaz Pepe ("¡Todos queremos ser como Pepe!", corea el público merengue con furiosa indignación benaventina) antes de tiempo.
Este brusco cambio de actitud producido en la escuadra culé, que renunció a su habitual sedosa elegancia para optar por un marrullero efectismo tremendista que tiene en el lateral brasileño Daniel Alves a su más cómico y grotesco exponente, no debería resultarnos tan extraño, habida cuenta de que, a lo largo de cinco intensos y decisivos años, Guardiola, el discípulo favorito de Johan Cruyff, prestó sus servicios como leal y fiel capitán bajo las órdenes de José Mourinho, entonces miembro del equipo técnico del Barcelona: primero como traductor e informador del difunto Sir Bobby Robson y luego como segundo de a bordo del no menos jovial y simpatiquísimo Louis Van Gaal, siempre tan positifo él.
Los tres (Mou, Pepsi y Louis) están unidos por la misma divisa, sagrada e indivisible: ¡Hasta la victoria siempre!