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El callejón
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La asamblea de los ratones

Rodada en plena guerra, “Esta tierra es mía” (1943) es un sentido alegato antinazi que lleva la firma del maestro Jean Renoir. Esta es su emotiva e inolvidable secuencia final, en la que resplandece como nunca el gran Charles Laughton.

En homenaje al maestro Augusto Monterroso

La idea, de una gran audacia, qué duda cabe, primero había sido acogida con un silencio que era fruto directo de la sorpresa y de hasta cierta estupefacción, pero, acto seguido, una vez sopesado el verdadero alcance de la medida (atar un cascabel al egregio cuello del feroz Rasputín), ésta fue recibida con una exultante algarabía de vítores y aplausos por parte de los cientos de ratones allí congregados.

La ola de jubiloso entusiasmo fue frenada en seco cuando, tras pedir la palabra al presidente de la sesión, el viejo Sócrates, un roedor que peinaba unos largos bigotes canosos y se apoyaba sobre un mondadientes a modo de bastón, planteó una pregunta que hizo recapacitar a la concurrencia:

-¿Y quién será el que le ponga la campanilla al gato?

La reunión volvió a quedar sepultada bajo una capa de incómodo silencio que nadie se atrevía a romper. Hasta que, de pronto, uno de los ratoncillos, famoso por su oratoria, anunció a voz en grito que él tenía fórmula para solventar con éxito tan comprometido lance.

-Sólo os pido que depositéis en mí toda vuestra confianza.

Casi al mismo tiempo que el diminuto roedor pronunciaba estas palabras, otro de los asistentes se dirigió al resto en parecidos términos:

-También yo estoy en disposición de solucionar el problema. Sólo necesito que tengáis fe en mí.

-Pues como yo fui quien sugirió lo del cascabel, seré yo quien finalmente lleve a cabo la maniobra -se apresuró a afirmar un tercer ratón, a quien todos llamaban Mickey, debido a su evidente parecido con la criatura de dibujos animados de Walt Disney.

El caso es que, de repente, eran tantas las posibles alternativas planteadas que hubo que proceder a su votación por parte de todos los habitantes de la ratonera que estaban inscritos en el censo electoral.

Así, la mayoría de los sufragios emitidos decantaron la balanza hacia el candidato que había prometido el total triunfo de la operación con el menor coste posible. Sabedor por propia experiencia de las considerables dificultades que entrañaba la empresa, el anciano Sócrates optó por no apoyar a ninguno de los aspirantes.

Como era de esperar, el ratón electo fracasó y fue decapitado de un certero zarpazo por Rasputín, en una demostración incontestable del poderío que el temible felino ejercía sobre la amedrentada población ratonil de aquella hacienda.

A tenor del fatal resultado, el siguiente candidato en la lista presentó su renuncia a tomar parte activa en tan arriesgada misión y le tocó el turno a un pequeño ratoncillo de ojos diminutos y largo hocico, célebre entre sus conciudadanos por su ingenio e inteligencia.

Tras aceptar el encargo y proceder al posterior juramento de lealtad a los principios democráticos que regían aquella próspera comunidad de roedores, el perspicaz compromisario, en lugar de intentar seguir al pie de la letra el plan acordado por la asamblea, llegó a un acuerdo secreto con el implacable Rasputín, quien se avino a dosificar, a partir de entonces, el número de sus capturas a cambio de que sus naturales enemigos desistieran de cualquier esfuerzo (por otro lado, vano e inútil, en realidad) encaminado a cuestionar su aplastante hegemonía. De todos es sabido que los depredadores de su estirpe (incluido el león, supremo soberano del reino animal) son poco dados al esfuerzo constante y, por el contrario, sí se muestran proclives a echarse a la bartola a la menor oportunidad.

Durante un corto periodo de tiempo, uno y otros, gato y ratones, mantuvieron algo que bien podría definirse como una época de plácida coexistencia pacífica, gracias, eso sí, al puntual sacrificio de unos cuantos roedores que, ya fuera por su avanzada edad o por haber contraído alguna grave dolencia o enfermedad, eran ofrecidos en calidad de víctimas propiciatorias en aras del interés común.

No obstante, esta etapa de distensión y de buena vecindad hubo de concluir de manera un tanto abrupta cuando los dueños de la casa (concretamente, la señora) descubrieron horrorizados que una colonia de insaciables ratones se había instalado en una de las oquedades de la pared trasera de la despensa.

Al ver peligrar su propia integridad física, al bueno de Rasputín no le quedó otra que retomar sus antiguas costumbres y, de nuevo, reinstauró su felina autoridad.

Pronto, la mortandad en la población roedora alcanzó cotas verdaderamente preocupantes y, depuesto el anterior representante por incapacidad manifiesta para resolver la situación, su sucesor, un ratón de aspecto ridículo, que lucía un cómico bigotito recortado debajo de su hocico repulsivo (sus adversarios llegaron a hacer circular el rumor de que por sus venas corría sangre de rata), alcanzó el poder con la firme y férrea promesa de que acabaría con el fiero gato de una vez por todas.

Y desde luego que lo consiguió. Este nuevo gobernante se rodeó de un camarilla de eficientes colaboradores, entre los que figuraban varios científicos, que, después de no pocos esfuerzos y experimentos (casi siempre con resultados desastrosos), terminaron por obtener un eficacísimo veneno que, colocado en la oportuna dosis en el plato de comida con que era alimentado Rasputín (sardinas en aceite todos los días y albóndigas de caballa los domingos), terminó de modo fulminante y de un solo golpe con las siete vidas de éste, quien pereció en una atroz y horrísona agonía de arcadas y maullidos.

Liberados por fin del yugo de su peor pesadilla, los ratones aclamaron a su líder como el salvador que habría de llevarles a una nueva era de paz y prosperidad. Sin embargo, aquello sólo fue el inicio de un reinado caracterizado por el terror.

Incapaz de acatar otras órdenes que las emanadas de su propia voluntad, de aceptar otro modus vivendi y otro credo ideológico que el suyo, el ratón del bigotito chaplinesco disolvió la asamblea, eliminó uno tras otro a sus rivales políticos, suprimió todos los derechos individuales que los roedores se habían otorgado a sí mismos y estableció un falso régimen igualitario en el que la inmensa mayoría había de trabajar en beneficio de una reducida elite en cuya cúspide se encontraba el pequeño dictador.

Y pasó el tiempo. Y la ratonera se convirtió en un infierno insoportable del que todos preferían huir aunque fuera para encontrar la muerte segura entre las fauces sanguinarias de dos siameses, Bush y Lucifer, que los propietarios de la casa habían adquirido en sustitución del desdichado Rasputín.

Pero como no hay mal que cien años dure ni cuerpo que lo resista, el descontento generalizado ante el gobierno déspota y cruel del roedor tirano y de sus secuaces derivó en una oposición cívica en la sombra, cada vez mayor, que se materializó en sucesivas tramas conspiratorias que, a pesar de ser desmontadas y reprimidas con despiadada contundencia (merced a una tupida red de espionaje, organizada por la llamada policía política del ratoncito Pérez Rubalcaba), fueron debilitando el sistema y corroyendo sus cimientos como una cangrena hasta precipitar su caída.

Una vez depuesto el sátrapa, que fue despedazado vivo por la pareja de siameses, se restituyeron los derechos fundamentales, se volvió a constituir la asamblea y sus miembros, designados entre todos los grupos y clanes que integraban la ratonera, eligieron para ocupar la presidencia al viejo Sócrates, que, milagrosamente, había sobrevivido a todas las vicisitudes relatadas hasta aquí.

Aquella mañana inolvidable, en la que los ratones recuperaron las riendas de su propio destino, su más veterano y venerable representante abrió la sesión plenaria con unas palabras que quedarían grabadas para siempre en la Historia:

-Muy bien, mis estimados congéneres, ciudadanos todos de este nuestro amado hogar, ¿quién será el que le ponga ahora el cascabel a los dos gatos?

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