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El callejón
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El Principito

En 1974, “El Principito”, de Saint-Exupéry, fue llevado al cine en una extraña película de Stanley Donen. Esta es su secuencia más célebre, en la que el genial coreógrafo Bob Fosse (con la voz única de Miguel Ángel Valdivieso) da vida a la serpiente.

En 1931, el músico Pablo Sorozábal estrenó la zarzuela Katiuska. En ella, evocando la Rusia de 1917, se daba rienda suelta a todos los prejuicios que la conservadora sociedad española de entonces (¿cuándo ha dejado de serlo?) tenía contra la revolución bolchevique, a través de una cursi e inverosímil anécdota sentimental (todas las zarzuelas resultan hoy cursis, aunque algunas, entrañablemente cursis), en la que el príncipe de la corte zarista, fugitivo del "terror rojo", buscaba refugio en una aldea de Ucrania y terminaba enamorándose de una campesina que da nombre a la obra. En aquella deliciosa opereta (aunque los musicólogos no se atrevan a calificarla de tal), había una escena de gran espectacularidad en la que un coro de hospitalarios mujiks daban la bienvenida al huido e intrépido aristócrata al grito de: "¡Es el Príncipe! ¡El Príncipe! ¡Ha llegado el Príncipe!". Tras lo cual, el ilustre forastero, compungido y emocionado, respondía: "¡No! ¡No! ¡Yo ya no soy príncipe!". Y etcétera, etcétera.

Tan pintoresco preámbulo viene a colación por la reciente visita que su alteza real, Felipe de Borbón, tuvo a bien realizar a Lorca, con motivo del funeral celebrado en recuerdo de las víctimas del fatal terremoto que sacudió a dicha localidad murciana semanas atrás. Y es que es de suponer el comprensible desencanto que debió de cundir entre los vecinos (y, sobre todo, entre sus autoridades) al constatar que era el legítimo heredero a la Corona y no el titular de la misma quien se personaba en el lugar de la catástrofe, para transmitir las reales condolencias y el regio mensaje de ánimo y solidaridad por parte de la Jefatura del Estado.

Condenado irreversiblemente a la ruina física y al deterioro mental, Juan Carlos I de Borbón hace tiempo que emprendió el lento y progresivo camino de la retirada, más evidente aún si cabe desde que su portavoz anunciase la semana pasada que el monarca abandonará este verano la práctica de la vela en alta competición, actividad de trascendental relevancia para el conjunto de la nación española y que el Rey ha desarrollado con éxito durante gran parte de su (bribona) existencia.

Ante el inminente traspaso de cetro (que no de poderes, ya que la Constitución de 1978 le confiere a la monarquía apenas un reducido repertorio de potestades inocuas y de funciones escasamente resolutivas), la figura del otrora infantil y tierno Felipe de Borbón (cuyo rubicundo cabello y grácil estampa recordaba al simpático y, a veces, impertinente Pequeño Príncipe de Saint-Exupéry) ha sido reemplazada por el impecable porte y la rectilínea firmeza con la que el futuro rey de España está dando sus pasos hacia el trono.

Con él, la pervivencia de la dinastía está más que asegurada. Mientras, los que aún creemos en la posibilidad (¿tal vez quimera?) de instaurar una república de ciudadanos honrados, justos, libres e iguales tendremos que conformarnos con la idea de que quizás algún día esto sea posible. Aunque no vivamos para verlo.

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