Apenas teníamos veinte minutos. Sin embargo, accedió a la entrevista con una amabilidad sin protocolos, desprendida, despreocupada. Y fue un encuentro rápido, en el minúsculo despacho que la Universidad Internacional Menéndez Pelayo ocupaba en el parque cultural Viera y Clavijo, de Santa Cruz de Tenerife. No obstante, las premuras de tiempo (como rector debía presentar la conferencia inaugural de los Cursos) no afectaron al tono sosegado de sus respuestas, que en todo momento fueron lineales, concisas y directas.
A pesar del reloj, resultó una conversación distendida en la que tocamos diferentes temas. Incluso le pregunté sobre su etapa de cuatro años como ministro, de la que guardaba un recuerdo más grato que hostil. Con su cortesía de catalán apacible y sensato, me dejó una frase sobre la que vuelvo de vez en cuando: "Pienso que hay que tener unas pocas convicciones y valores, muy profundos, y adecuarse a la realidad".
Antes de terminar le pregunté por una de esas convicciones: "¿Quién cree que va a ganar la Liga?". Y sus palabras, pronunciadas desde la objetividad escrupulosa de un economista desapasionado ("No será el Deportivo, este año se parece más a Arsenio, ha perdido la frescura brasileña"), resultaron casi proféticas: su equipo, el Barça, se terminó llevando el título, aunque para ello tuviese que esperar hasta el penalti del último minuto, que un aterrorizado Djukic entregó a González, portero del Valencia.
Años después de aquel breve encuentro, a Ernest Lluch uno de esos criminales que enmascaran el asesinato con el patriotismo ("Basura combustible siempre a punto para que le aplique una antorcha cualquiera que abrigue la ambición de iluminar su propio nombre y primer refugio de los sinvergüenzas", según Ambrose Bierce) le voló la cabeza en el garaje de su casa, sin entender que, como dice Rubén Blades, tal vez pudo matar al hombre pero jamás podrá acabar con la idea. Y es que las ideas de Lluch, al menos aquellas en las que siempre creyó, trascienden más allá de su tiempo y del propio tiempo de su repugnante verdugo y del de sus no menos repugnantes cómplices y encubridores, ya que a menudo el mundo parece un infierno lleno de cobardes.
No sé por qué, pero el otro día, al buscar una razón que justificase mi absurdo regocijo ante la posibilidad de que, por fin, la Sociedad Deportiva Tenisca, después de seis intentos, ascienda a la Segunda División B, me acordé de la entrevista que hice para el Diario de Avisos hace quince años a quien fuera ministro de Sanidad del primer gobierno socialista en la historia de España.
Quizá la clave de tal asociación inconsciente se deba a que el fútbol es una de las escasas creencias que nos acompañan desde niños y a que, después de todo, resulta ajeno a los vaivenes de la vida, que no es otra cosa que puro proceso de cambio.
En este sentido, mi doble condición de atlético y tenisquista se remonta a una infancia que no transcurrió ni en un patio de Sevilla ni en un huerto claro donde madura el limonero, sino en el callejón Cabrera Pinto y en el arenal del muelle de Santa Cruz de La Palma, territorios de ensoñación que, junto a la plaza de Santo Domingo y al solar anexo al hotel San Miguel, fueron escenarios de interminables partidos.
A esos lugares, que hoy sólo existen en el recuerdo del niño que fui, hay que añadir el espacio mítico en el que mis fantasías infantiles adquirían dimensiones épicas: el estadio Bajamar. Levantado al lado de una playa de callaos, en plenas plataneras de la familia Rodríguez Acosta, en este rectángulo de cemento recubierto de arena, con tan sólo dos gradas, conseguí remediar de la mano de mi padre (Miguel Ángel "Nane" Carrillo) eso que el escritor austríaco Peter Handke (que escribió el guión de El miedo del portero ante el penalti, opera prima de Win Wenders) dio en llamar la "insoportable tristeza de los domingos por la tarde".
Durante varios años (hasta que mi padre tuvo que embarcarse de nuevo) acudí quincenalmente a dicho campo de fútbol con la fidelidad de quien profesa una religión y, en la gaveta de mi memoria, atesoro un puñado de imágenes asociadas a esas cuatro paredes que hoy sólo sirven para almacenar prismas, mientras una parte del viejo graderío se presenta ante nuestros ojos con la desolada nostalgia que transmiten todas las ruinas.
Mi historia personal con ese lugar arranca el 1 de abril de 1979. Ese día la S. D. Tenisca recibía al Puerto Cruz en choque decisivo para lograr el ascenso a la Tercera División Nacional, categoría en la que entonces permanecían otros dos equipos canarios (el inolvidable Toscal Club de Fútbol y el Club Deportivo San Andrés), ya que Las Palmas Atlético subiría a la Segunda B al final de temporada. Esa tarde una multitud entusiasta abarrotó Bajamar y mi padre, intimidado ante posibles alborotos, no quiso llevarme. Yo, que tenía siete años y medio, nada o casi nada entendía de fútbol, pero la novelería que se respiraba por todas partes me incitaba a unirme a lo que se suponía iba a ser una gran fiesta.
Resignado, no me quedó otro remedio que seguir el match por la radio (era la primera vez que escuchaba un partido), en el interior del viejo Simca 1300 de mi abuelo. Aquella retransmisión la compartí con un primo hermano de mi abuela, Manuel Bethencourt, a quien todo el mundo conocía como Manolo "El Chino". Manolo era ex futbolista, había jugado en el Club Deportivo Mensajero y, como la mayoría de jugadores palmeros, también había militado durante cierto tiempo en el equipo rival. Manolo, que acabó sus días como tabaquero, fue un defensa férreo, contundente, de ésos que imponían respeto con sólo acercar su aliento al cogote del contrario. Pero, el que diga que Manolo era un leñero de los que no saben jugar a la pelota, miente. Con una paciencia franciscana Manolo intentó enseñarme cómo había que golpear el balón, algo que él hacía con una precisión milimétrica y una potencia formidable. No en vano, Manolo llegó a jugar en Primera, con el Racing de Santander, pero echaba tanto de menos su isla que prefirió regresar tras la erupción del volcán de San Juan, en 1949. Desgraciadamente, sus enseñanzas topaban con mi natural torpeza, aunque al menos mi hermano Míguel, mucho después delantero del Regla, supo sacar provecho de aquellas clases magistrales. A Manolo, que estaba prácticamente calvo, no le gustaba nada que le llamasen "El Chino". Él nos trataba con cariño y nos llegó a demostrar que se podían cazar lagartos sin necesidad de balinazos, sólo a base de táctica y estrategia, que diría Benedetti.
Aquel domingo de primavera, de 1979, Manolo no pudo ir al estadio por consejo médico: tenía el corazón tocado y no le convenía forzar la máquina.
Llevaban jugados unos veintitantos minutos cuando, de repente, Salvador García, compañero y maestro de una generación de periodistas a la que me honra pertenecer, locutor a la sazón de Radio Popular de Tenerife, vociferó desaforadamente "¡Goool!". Yo, que no sabía muy bien de qué iba la cosa, lo imité y me puse también a gritar como un loco. "¡Cállate, niño, que han marcado ellos!", me recriminó Manolo por lo bajo. Y, en ese instante, capté por vez primera la sutil pero gran diferencia semántica que separa al pronombre "nosotros" del "ellos" y aprendí para siempre que, en buena medida, la existencia del hombre se articula en torno a esa división tribal entre "ellos" y "nosotros". Aunque, en realidad, como bien se encarga de recordarnos Graham Greene, todos los seres humanos compartimos "una especie de camaradería de trinchera que consiste en vivir y perecer en el mismo agujero".
Después del tanto inicial del portuense Cuco, el partido prosiguió más o menos con normalidad. El Tenisca, al que, como ahora, sólo le valía ganar, igualó la contienda gracias a un testarazo del centrocampista Blas Ramón Almenara, con permiso de los legendarios Rosendo Hernández y Miguel González "Fife", uno de los más dotados jugadores que hayan nacido en La Palma. Luego, al filo del descanso, un remate del oportuno y oportunista Bambiche completó la remontada.
El marcador no se volvió a mover y, en la segunda parte, a medida que se acercaba el final, yo notaba que los nervios se apoderaban de Manolo que, a duras penas, conseguía mantenerse sentado dentro del coche. Entonces, comenzó a dar largos paseos a la espera de que las agujas del reloj llegasen al minuto noventa. A veces se acercaba a la radio y me preguntaba: "¿Qué? ¿Cómo va eso, niño?". "Manolo, tranquilo, que esto sigue igual, vamos ganando". Entonces, Manolo exhalaba un bufido de alivio y se marchaba para aislarse de la presión.
Al fin, después del descuento de rigor y de que al Tenisca le anularan un tercer gol por fuera de juego (ni recuerdo la cantidad de metros que corrí dando brincos hasta que Manolo me avisó de que el tanto había sido invalidado), el estrafalario Gilberto Casañas hizo sonar tres veces su silbato y, en ese instante, miles de aficionados experimentaron al unísono el íntimo goce de sentirse triunfadores, al menos, por un día. Casi la isla entera estalló en una catarsis de júbilo y entusiasmo y, en seguida, comenzaron a oírse los primeros voladores.
Yo, que ya no paré de brincar en toda la tarde, rápidamente fui a dar la noticia al resto de la familia (a mi abuelo Anelio, que ni siquiera se había atrevido a escuchar el partido, a mi abuela, a tío Denis, a tía Charina, a Celeste, a Lola, a mi madre) y todo el mundo se contagió de esa alegría entre ingenua e incomprensible que provocan las gestas deportivas.
Pero, en medio de aquel peculiar jolgorio, de pronto me di cuenta de que el duro de Manolo, el cascarrabias, el geniudo, el defensa expeditivo que un día fulminó de un cabezazo a Rafael Iriondo (delantero del mejor Athletic que haya conocido San Mamés) porque se le ocurrió mentar a la madre de Manolo después de que éste lo zancadilleara por enésima vez, tras sufrir uno de sus endemoniados regates ("No te lo creerás, Nelito, pero el público del Sardinero me dedicó la mayor ovación de mi carrera"), el central de los cruces escalofriantes, tenía los ojos empapados de lágrimas.
"¡Contra, Manolo, si estás llorando!", le dije. Y recuerdo que una sonrisa de sorpresa se me dibujó en la cara. "¡Déjalo, niño! ¡Déjame, tranquilo!", me respondió.
Y es que, a los siete años, uno no comprende por qué un hombre como un castillo puede echarse a llorar. Esas cosas no le cuadran. Yo nunca había visto llorar a Errol Flynn y en el colegio podíamos llegar a ser muy crueles con los chicos que lloraban. Llorar… eso era cosa de mujeres.
Manolo "El Chino" nos dejó para siempre unos meses después, en el que ha sido el domingo más amargo de mi vida. Un día nublado, dolorosamente gris, en el que, además, el Tenisca cayó en Leganés por nueve a dos.
Por mi parte, me costó algo de tiempo entender que la tarde de aquel histórico ascenso las lágrimas de Manolo eran las lágrimas de alegría del futbolista que un día fue y que seguía viviendo en alguna parte dentro de él. Eran las lágrimas de orgullo de quien había ejercido un deporte con oficio y con nobleza. Las lágrimas de emoción del palmero que también sentía como suyo el logro alcanzado por el grupo de muchachos liderados por Miguel Hernández Ventura, quienes, en cierto modo, prolongaban un poco más allá el camino que, muchos años antes, Manolo y otros jóvenes habían empezado a recorrer.
Este domingo volverá a suceder lo mismo.
Cuando, a partir de las doce del mediodía, el Tenisca y el filial del Real Zaragoza midan por última vez sus fuerzas en Mirca, detrás de las ilusiones de esos pibes estaré viendo los sueños de todos los chicos que, al igual que ellos y con las mismas ganas que ellos, un día vistieron con idéntica entrega esa misma camiseta. Y con todas mis fuerzas desearé, como hace treinta años, que mi equipo gane y supere la eliminatoria, porque primero somos nosotros y luego están ellos.
De cualquier forma, pase lo que pase el domingo en el estadio Virgen de Las Nieves, la próxima temporada, cada lunes, igual que vengo haciendo desde que me marché, en 1986, tan lejos y tan cerca de la que fue mi isla (mi infancia, mi patria, que diría don Nicolás Estévanez), rebuscaré en la página de resultados del periódico y miraré la clasificación para ver qué habrá hecho el Tenisca y en qué puesto continúa. Ya que, como me explicó Ernest Lluch y me enseñó Manuel Bethencourt una tarde de abril, en la vida hay que tener pocas convicciones, pero muy profundas.