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El callejón
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Induráin

Últimos kilómetros del Campeonato del Mundo de fondo en carretera, celebrado en 1995, en Boyacá (Colombia). En una inolvidable lección de compañerismo, Induráin ayuda a Abraham Olano a obtener la medalla de oro por vez primera en el ciclismo español.

A mi hermano Míguel, por supuesto

Este fin de semana, fiel a su cita con el calendario, ha dado comienzo una nueva edición del Tour de Francia. No me pregunten por qué, pero, a pesar de no haber aprendido nunca a montar en bicicleta, me aficioné a las grandes carreras por etapas desde niño, cuando la Vuelta a España languidecía en una crisis de corredores de relumbrón y de patrocinadores. Tal vez fuese el colorido o la velocidad vertiginosa de esos frágiles vehículos, que eran como fogonazos de metal en medio de hermosos paisajes de esa Península que nos resultaba tan lejana como fascinante; el caso es que me encantaba ver los resúmenes que cada noche emitía la televisión. Luego, la retransmisión de los finales de etapa en directo, que coincidió con la irrupción de Pedro Delgado, uno de esos héroes imprevisibles y sensacionales, capaz de obrar las mayores proezas y de protagonizar los bochornos más inverosímiles (como perderse por las calles de Luxemburgo y llegar con más de dos minutos de retraso a la rampa de salida para la etapa prólogo del Tour de 1989), contribuyó a que el ciclismo recuperase en nuestro país la extraordinaria popularidad que, décadas atrás, había alcanzado gracias a las gestas de Federico Martín Bahamontes, Julio Jiménez, Luis Ocaña o José Manuel Fuente "Tarangu".

Recuerdo que se corría la Vuelta de 1985, aquella en la que Perico, en compañía de José Recio, le arrebató el liderato al escocés Roger Millar en una memorable escapada por la sierra madrileña, justo en vísperas de la llegada al Paseo de La Castellana. Ese mismo año, durante varias jornadas, la carrera había tenido como primer clasificado a un jovencísimo corredor navarro que destacaba por su altura y por su enorme corpulencia.

Con un exquisito cuidado y un mimo casi paternal, los mentores de aquel muchacho, los directores técnicos José Miguel Echávarri y Eusebio Unzúe (su auténtico descubridor), que tan bien habían guiado la trayectoria del gran Marino Lejarreta, del escalador abulense Ángel Arroyo (segundo en el Tour apenas un par de años antes) y del propio Delgado, pulieron con la paciencia y la sensatez de los agricultores del Norte las fabulosas condiciones físicas del chico, con la finalidad de hacer de él una máquina perfecta, infalible. Bajo el control estricto del equipo de Medicina Deportiva de la Universidad de Navarra, en el plazo razonable de cinco años, Miguel Induráin pasó de ser un ciclista con un rendimiento óptimo en pruebas de un solo día a convertirse en un serio aspirante a reinar con una superioridad casi absoluta las grandes vueltas.

Y así fue. Entre 1991, fecha en la que obtiene su primera victoria en la general del Tour, y 1995, año que cierra con el campeonato del Mundo en la prueba contrarreloj y el subcampeonato en la prueba de fondo en carretera, celebradas ambas en Colombia, Induráin ejerció un dominio incontestable. Sin embargo, la mayor grandeza de este atleta superdotado no radica en la aparente facilidad con la que obtuvo sus mejores victorias, sino en la generosidad mostrada con sus rivales, con quienes compartía toda la crudeza, el dolor y el sufrimiento de una práctica profesional exigente como ninguna y cruel (1) e ingrata (2) como muy pocas y en la que, por lo general, queda escaso margen para la ternura (3).

Consciente de su naturaleza absolutamente humana y de lo limitado (y efímero) de su poderío, el ciclista navarro fue siempre un competidor leal, honesto y moderadamente ambicioso, que satisfacía su hambre de gloria con el maillot amarillo en el pódium de los Campos Elíseos. Quizás su caso sea único en la historia del deporte, sobrada de ganadores patológicos, de enajenados por el éxito y de adictos a la droga dura de la victoria. De tipos moralmente deplorables como el mismísimo Eddy Merckx, que, en el colmo de la mezquindad, le negó el triunfo en un intrascendente critérium a uno de sus gregarios, alegando que los organizadores de la carrera preferían que él fuese el vencedor (4).

A diferencia de campeones de esta calaña, Miguel Induráin, que siendo niño se privó, voluntariamente, de ganar una de sus primeras carreras provinciales para que lo hiciera un chaval que había sufrido la reciente muerte de un familiar, encarna todas las virtudes de alguien que con su ejemplo no sólo dignifica al deporte sino también al ser humano.

                                             NOTAS

(1) Con la muerte del belga Wouter Weylandt, fallecido tras caerse en el curso de la tercera etapa del último Giro de Italia, son ya veinticuatro los corredores que, a lo largo de la historia del ciclismo, se han dejado la vida en la carretera, en plena competición.

(2) La trágica historia del ciclista Xavier Tondo, muerto en un desgraciado accidente doméstico, cuando a sus 32 años empezaba a recoger los primeros frutos de una más que digna carrera profesional, desarrollada siempre en un discreto segundo plano, muestra la injusta arbitrariedad del destino.

(3) Sin embargo, la realidad a veces rompe estas reglas. Como, por ejemplo, en la clásica París-Roubaix del pasado mes de abril, cuando Johan Van Summeren, un corredor belga de 30 años, con solo dos triunfos profesionales, entró vencedor a meta, cubriendo los cinco kilómetros finales con la rueda trasera pinchada. Sudoroso, después de una paliza monumental sobre el pavés y bajo un intenso calor primaveral, abrazó emocionado a su novia Jasmin y le pidió matrimonio. Naturalmente, ella aceptó.

(4) A diferencia del Caníbal belga, Alberto Contador ofreció un ejemplo de edificante magnanimidad, en el reciente Giro de Italia, en el que cedió la victoria, en la decimonovena etapa, a su ex compañero, Paolo Tiralongo, quien, a sus 34 años, consiguió así el primer triunfo individual de su carrera.

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