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El callejón
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Una historia de amor como otra cualquiera

El corredor italiano, Matteo Pelucchi, levanta los brazos en la meta de Almería, tras obtener, con 21 años, su primer triunfo como profesional, en la clásica disputada el pasado mes de febrero. Detrás de este éxito hay una historia conmovedora.

A Pedro Luis Pérez de Paz, ilustre globero por esas tierras inhóspitas del sur de Tenerife

En La condesa descalza (1954), el guionista y realizador Joseph L. Mankiewicz, que con anterioridad había diseccionado el lado oscuro y perverso del mundo del teatro en la espléndida Eva al desnudo, hace decir en boca del director de cine Harry Dawes, interpretado por un Humphrey Bogart más sobrio y estoico que nunca, una de esas frases pomposas y brillantes que hoy ya sólo se escuchan en determinadas series de televisión y en los anuncios de Acuarius: "A veces la vida es como el guión de una mala película". Y, en este contexto, ¿qué se entiende por una mala película? Por regla general, una mala película es aquella que pretende convencernos, como los malos políticos, que, por cierto, son la inmensa mayoría, de que la realidad puede ser exactamente como nosotros queramos, de que, aunque sea de vez en cuando, conviene mirarse al espejo del espejismo y pensar que mañana será otro día, aunque haga frío ahí fuera.

A las malas películas, como a los demagogos baratos y rubalcabescos, se les ve enseguida el truco y, en muchísimas ocasiones, unas y otros justifican su torpeza arropándose con buenas intenciones. Y que conste que no trato de hacer aquí una crítica demoledora de los finales felices. Al contrario, a veces un happy ending resulta imprescindible para que se produzca la catarsis y para que el espectador experimente en carne propia, aunque de forma vicarial, idénticas emociones que las de los personajes: que se conmueva, que sucumba o que se redima con ellos. Así, un desenlace terrible puede ser claramente purificador y estimulante, como el de la extraordinaria Dogville, y una conclusión falsamente optimista hace caer sobre nosotros todo el peso de las sombras, al igual que ocurre en el clásico de King Vidor, Y el mundo marcha.

Lo cierto es que, verosímiles o no, reales o ficticios, llega un momento en nuestra propia existencia en el que, ya sea en la realidad misma o en su imitación, necesitamos que las historias tengan un final feliz o, cuando menos, abierto y que quede un mínimo resquicio, por pequeño que sea, para la esperanza, que no es otra cosa que un consuelo de tontos y un anhelo de salvación dentro de este infierno del día a día, donde cada cual sobrevive como puede.

Valga esta reflexión a modo de preámbulo para la siguiente historia de amor, edificante y oportuna, en estos días de calor estival y de bicicletas, que ya se sabe que fueron hechas para el verano.

Matteo Pelucchi (Giussiano, 1989) es una de las promesas del ciclismo italiano. Desde juveniles ha destacado por su gran punta de velocidad y como corredor amateur obtuvo varias victorias. Hace más de un año dio el salto al profesionalismo y actualmente milita en el Geox. A finales del pasado mes de febrero logró su primer triunfo como ciclista profesional, al imponerse por un tubular a José Joaquín Rojas en la Clásica de Almería. Para dilucidar el vencedor fue necesaria la foto finish.

Pelucchi, que no cabía en sí de puro gozo, le dedicó este éxito, el primero de su equipo en la presente temporada, a su novia, Marina Romolli. También ciclista, en junio del año pasado estaban entrenando juntos cuando Romolli fue atropellada por un coche. Con ayuda del corredor Samuele Conti, Matteo impidió que su chica pereciera, tras sufrir un colapso, aunque no pudo evitar que quedase paralizada de cintura para abajo. Hoy Marina, que sufre esporádicas crisis de amnesia, es un poco más feliz mientras contempla la vida desde la silla de ruedas. Ella fue quien convenció al propio Matteo para que no abandonase el ciclismo.

"Si Marina no puede volver a andar, me quedaré junto a ella", dijo Pelucchi. Y, en cierto sentido, cumplió su palabra, ya que es ella la que, en realidad, le proporciona el coraje extra y la fuerza de voluntad sobrehumana que se necesitan para subirse al sillín cada día y seguir hacia delante. Siempre hacia adelante.

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