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El callejón
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El escritor invisible

El escritor tinerfeño, Ezequiel Pérez Plasencia (1957-2011), en una imagen retrospectiva. Excelente cuentista, cultivaba con preclara lucidez el artículo periodístico. Su inesperada muerte ha dejado huérfanos a un reducido círculo de lectores devotos.

"No hay nada más inútil que un libro abandonado para siempre por los lectores. Se diría que la existencia de su autor, y de sus palabras, es la demostración de que escribir implica olvido y sacrificio, apoyando toda su obra y su vida en un papel que permanece en blanco"

Francisco Javier García Becerra, en Lenguas de alondras en áspid

La vida no deja de ser un sinsentido, un enigma envuelto en múltiples casualidades y paradojas que, a su vez, encierran otros tantos secretos, guardados bajo siete llaves, en el interior de innumerables cajas chinas. Sólo así se explica que, hace doce años, el certamen de relatos de mayor prestigio en lengua castellana, bautizado con el nombre de Juan Rulfo (acaso el más extraordinario narrador en nuestro idioma que necesitó el menor número de palabras para legar una -brevísima- obra de gran trascendencia), ilustre desconocido para un amplio sector de lectores y enemigo patológico de los reconocimientos, de los homenajes y de las comparecencias, recayese en aquella edición por vez primera y única en un autor canario que se ganaba la vida trabajando como corrector en periódicos, es decir, en el más estricto anonimato.

Ezequiel Pérez Plasencia, que falleció en Cartagena el pasado 24 de febrero, a la edad de 54 años, compensaba entonces las largas horas de actividad monótona, rutinaria y en la sombra, consistentes en revisar, pulir y titular los textos de otros, con la publicación de una corta columna semanal, en la que liberaba, en apenas un párrafo, buena parte de sus obsesiones y fantasmas, haciendo causa común de sus filias y fobias.

Muy amigo de sus amigos y leal a unos férreos e inamovibles principios ideológicos de izquierda marxista, Ezequiel era un hombre huidizo, hegeliano, enfermizamente tímido, condicionado por una presencia física poco agraciada y por la tartamudez, que lo convertían en un individuo complejo a la par que acomplejado, que, una vez rota la barrera de la desconfianza y de la pura formalidad, se revelaba como un ser humano cálido, tierno y profundamente afectuoso, que aún esperaba con ilusión las dos latas de leche condensada al baño maría con que su madre endulzaba sus cumpleaños desde que era un chiquillo en pantalón corto, correteando detrás de la pelota, en las calles sin asfaltar del barrio de La Salud.

En esos días de efímero triunfo literario, en los que el citado galardón lo convirtió en noticia, entré en contacto con él, por encargo de La Tribuna de Canarias, diario de vocación regional y fugaz trayectoria, que acababa de emprender su andadura en Las Palmas, cuyo joven director, Federico González, me había pedido una entrevista en profundidad con el escritor tinerfeño. Al principio, Ezequiel se mostró reacio, un tanto esquivo, porque desconfiaba de su propia capacidad para articular un discurso oral fluido, sin interrupciones, sin encasquillarse, como él mismo solía decir con sorna para referirse a su defecto natural. Demoré unos días la cita, a fin de poder empaparme de dos de sus libros: La ilusión de los vencidos (volumen de cuentos premiado en el concurso del Ayuntamiento de Santa Cruz, en 1997) y El regreso de Calvert Casey (1998), un curioso e interesante cuaderno de viaje a la Cuba de Fidel Castro, tras el rastro de una suerte de alter ego, el autor de origen estadounidense que da título a la obra, y con el que Pérez Plasencia consigue su trabajo más logrado, al trazar con magistral acierto un sugerente juego de espejos metaliterarios.

Atraído por su prosa sencilla y eficaz, curtida en amplias lecturas y relecturas (Montaigne, Albert Camus, Borges, Joseph Roth, Thomas Bernhard), acudí a mi encuentro con Ezequiel, en el kiosco de la plaza Weyler, una soleada tarde de primavera de hace ahora once años. Mantuvimos una extensa conversación centrada en la principal razón de su existencia: la literatura. Aunque también hubo hueco para el fútbol y la política, otras de sus pulsiones vitales.

Publiqué la entrevista tiempo después y quedó muy satisfecho con los resultados. Al cabo de dos años, fui a visitarlo a la redacción de El Día, pero me dijeron que ya no trabajaba allí. Le perdí la pista. No supe nada de él hasta que en diciembre de 2008 encontré en la librería Lemus su novela El orden del día, editada en Benchomo por su fiel amigo Cándido Hernández. La leí con máximo interés, con la alegre euforia de quien se reencuentra con un viejo amigo. Gracias a este libro supe que se había marchado a la Península, tal vez cansado de predicar en este páramo de adulones y de cobardes. La obra no me decepcionó. Aunque sigo pensando que Ezequiel se desenvuelve mejor en la reducida distancia del cuento o de la columna periodística.

Lamento con sincero pesar su inesperada pérdida. Que el texto que a continuación paso a reproducir sirva de homenaje póstumo al talento de alguien que siempre aspiró a pasar desapercibido.

* * *

Ajenos al bullicio de autos y guaguas que circulan incansables alrededor, un par de pibes se pasan la pelota en el centro de la plaza Weyler. Sentado en una de las mesas, alguien los observa en la distancia. Los mira con la curiosidad de un ojeador profesional.

"¿Sabes una cosa? Es verdad que el franquismo le hizo mucho daño al fútbol -me comenta luego-. Me acuerdo que estando en la universidad discutía acerca de esto con los compañeros de partido. Uno de ellos me decía que el fútbol es el opio del pueblo. Yo le contestaba que no, que el fútbol nace precisamente del pueblo. Pertenece al pueblo. Otra cosa bien distinta es lo que se haga con él desde el poder".

Ezequiel Pérez no habla en vano. Mantiene desde niño un idilio imperecedero con el balón. Llegó incluso a tener ficha federativa en categorías inferiores. Y su amor por el juego permanece intacto, con esa pureza e ingenuidad que se asocia a la infancia. Ese relámpago que se nutre de sueños.

El sueño de Ezequiel era convertirse en otro George Best, en el Pelé blanco. Sin embargo, un día descubrió que nunca convocaría a "cincuenta mil notas en un estadio" y decidió cambiar de quimera. Poco a poco fue volcando su entusiasmo y toda su creatividad en una nueva pasión: la literatura.

Décadas después, Ezequiel Pérez Plasencia sigue admirando a los artistas del césped, mientras agradece los bienes recibidos de sus otros ídolos con lo "mejor que sabe hacer": escribir.

Uno de esos maestros, el mexicano Juan Rulfo ("Un cuento suyo vale más que cualquier tocho de los cientos de escritores que hay ahora de moda"), acaba de irrumpir en su vida con algo que tiene mucho de guiño, de recompensa y adhesión.

Recientemente, Ezequiel Pérez ha sido seleccionado entre los diez ganadores del certamen de relatos que lleva el nombre del autor de Pedro Páramo. Sin duda, el concurso en formato corto más prestigioso de cuantos se convocan cada año en lengua española. La pieza, titulada Decena de cronopio, llamó la atención del jurado entre los más de cinco mil originales presentados y mereció el galardón que concede la Casa de América Latina en París, una de las entidades organizadoras.

Calificado por su autor como un "salto al vacío", este cuento, de innegables resonancias cortazarianas, describe diez días de la estancia de un alcohólico en un psiquiátrico en el que ha ingresado para someterse a una cura de desintoxicación. "Está escrito en tiempo presente, así que el lector percibe lo mismo que el narrador, quien cuenta los hechos que ve a medida que éstos ocurren a su alrededor", explica Ezequiel.

No es la primera vez que este periodista tinerfeño se adentra por los exigentes territorios de la narrativa breve. Anteriormente ha publicado dos volúmenes de relatos, El teléfono y otros cuentos (1989) y La ilusión de los vencidos (1998), que obtuvieron sendos accésits en el concurso que convoca el Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife.

-¿Cuál es su concepción del cuento como género literario?

-La obligación de un escritor de este tiempo es aportar algo nuevo a la comunidad lingüística a la que uno pertenece, a partir de lo que nos legaron los grandes maestros como Poe, Maupassant o Chejov. El cuento ha de estar en permanente renovación. La escritura de un relato la comparo con hacer el amor. Al acabar un cuento uno se queda exhausto. El amor dura poco en todos los sentidos y el cuento también debe durar poco y debe contar lo máximo posible.

-¿Y por qué el cuento?

-Creo que es el género que mejor cuadra con el tiempo en que vivimos, en el que todo es fugaz y condensado. En cinco folios cabe todo el mundo. Además, el público lector se ha dado cuenta de que un relato puede dar tantas satisfacciones como una novela larga. En ese sentido, la recompensa con su lectura es inmediata.

-¿No guarda alguna novela en el tintero?

Estoy trabajando en una, sin prisas pero sin pausas. Y me estoy encontrando bien en ese terreno.

-¿Y qué tal se lleva con la poesía?

He escrito algunas cosas pero más bien son de uso personal… (Ríe) Siento por la poesía un gran respeto, aunque en la época en que vivimos veo en ella un componente de excesivo ensimismamiento. Los poetas más jóvenes tienden a ir hacia la vanguardia, sin reparar en que la vanguardia no existe. En realidad, sólo hay dos tipos de poesía: la buena o la mala. En cuanto a mis preferencias, me gusta mucho la generación del cincuenta: Ángel González, Manuel Padorno, Luis Feria, Arturo Maccanti…

Por sus palabras, por el tono en que se pronuncia y en el que no elude cierta contundencia, Ezequiel Pérez Plasencia parece un escritor con los pies en el suelo. Aferrado a la realidad. La misma realidad que palpa, de lunes a sábado, desde su mesa en la redacción de El Día.

"La primera obligación del escritor es escribir bien, ya sea de izquierdas o de derechas. Porque si escribes a favor de una causa y eres un mal escritor, flaco servicio le estás haciendo a esa causa. En la actualidad se está dando una literatura manoseada, bastardeada y abaratada. Frente a ella, el compromiso del escritor consiste en entrever los valores eternos que están implicados en el drama social y político de su tiempo y de su lugar. Por eso, comparto la frase de Ernesto Sábato de que no hay otra manera de alcanzar la eternidad que ahondando en el instante. Al escribir, uno debe desprenderse de todos sus bagajes y contar el mundo que lleva dentro".

Los cigarrillos se deslizan uno tras otro entre sus dedos, por lo que habla entre bocanada y bocanada. No obstante, el humo no abruma sus respuestas, que suenan diáfanas, sinceras, punzantes. Como cuando se refiere a las jóvenes promesas:

"Se aprecia hoy en Europa la tendencia por parte de un montón de gente que escribe para ser reconocida, para conseguir la fama rápida. Por eso, muchos hacen libros como churros, sin reparar en la calidad de las obras publicadas. El joven que está empezando en la escritura debe hacer dos cosas: vivir la vida y leer. Siguiendo el consejo de Céline, de que aquello que perdura es lo que nace en la fatiga y en la soledad, hay que sufrir, hay que enamorarse y desenamorarse, vivir en una palabra, y después escribir. De lo contrario, haces una literatura vacía".

-¿Por qué escritor? ¿Para qué escribir?

-El mundo para mí es escribir y leer. Algunos cuentistas latinoamericanos hablan del deseo del escritor de ser querido. En mi caso, yo escribo también porque no me gusta lo que me rodea e intento dar el testimonio de un tiempo. Por otro lado, todo escritor lleva dentro un neurótico que ya no aguanta más. En él hierven una serie de obsesiones que sólo puede templar a través de la escritura.

-¿Cree que la escritura es una especie de condena?

-Escribir no es fácil y exige una gran disciplina. No hay que olvidar que el escritor no deja de ser como un oficinista o un futbolista: tiene que pelearse con las palabras cuatro o cinco horas al día. Y lo peor que le puede pasar es no escribir, ya que enseguida le asalta la angustia. Ahora bien, el verdadero placer de la escritura radica en intentar conseguir una obra personal, auténtica e innovadora, tanto en el fondo como en la forma.

-¿Cómo afronta la desazón del folio en blanco?

-No creo en las musas. Ante los momentos de bloqueo hay dos soluciones: o acudir al diccionario en busca de palabras y distraerte con ellas o salir a la calle a echarte unos vasos con los amigos. En cuanto a la inspiración, el único secreto posible ya lo desveló Picasso: que me coja en la mesa de trabajo.

-¿Y el estilo?

-El tema determina el estilo. El tema y la forma. Porque, al fin y al cabo, la literatura es la forma. Al estar ya todo escrito acerca de la muerte, el amor y la soledad, es la forma la que aporta el componente de originalidad. Luego está la búsqueda de la palabra precisa. Esa es una lucha con el diccionario, un trabajo intenso de corrección y limpieza. Cuantas menos palabras emplees, mucho mejor. Pienso, al igual que Salinger, que el mejor amigo del escritor es la papelera. Por cada folio que uno escribe hay dos o tres que no ven la luz. Es decir, el auténtico escritor es un corrector empedernido.

-Aunque un verdadero escritor no es nada si no existe el lector que se interese por su trabajo…

-La buena lectura es un acto creativo. Un buen lector crea el libro que está leyendo. Es ese lector cómplice el que uno busca cuando escribe. El libro, en cuanto entra en la imprenta, deja de pertenecerte.

Fiel a su convicción de que la literatura está llena de vida ("Como dejó escrito Dostoievski: toda escritura es autobiográfica y realista"), Ezequiel Pérez Plasencia hilvana trozos de realidad y ficción en su última obra, El regreso de Calvert Casey (1999). Subtitulado como Viaje interior en barrios de La Habana y Santa Cruz de Tenerife, este breve volumen de Editorial Benchomo es una excelente oportunidad de conocer al escritor y al ser humano que habita en el escritor. Ya que proporciona una mirada caleidoscópica e íntima sobre un universo tan rico como complejo, en el que lo verídico se da la mano con lo imaginario y donde el mar es desconsuelo y promesa, melancolía e ilusión, un territorio del espíritu del que no se suele salir indemne.

-En El regreso de Calvert Casey hay una frase que a uno se le queda grabada casi a fuego: "La vida es larga y ajena". ¿Qué quiere decir con estas palabras?

-La vida puede ser todo lo intensa que uno quiera. Podemos hacerla todo lo larga que deseemos, basta con vivir a fondo cada minuto que pasa. Lo de ajena viene un poco porque nuestros actos no nos dicen lo mismo a nosotros que a los demás.

Antes de irse rumbo al trabajo en El Día, Ezequiel Pérez Plasencia tiene tiempo de contestar a otra pregunta. Su respuesta fue lo más parecido a una advertencia.

-¿Cómo explicaría uno de sus personajes la derrota de la izquierda en las elecciones generales?

-Diría que en 1982 se perdió la gran oportunidad. Diría que los débiles, que los explotados, que los perdedores, le han dado un poder ilimitado a los que siempre ganan, a los que sólo se defienden a sí mismos. Diría que la que se nos viene encima no es chica.

[Año y medio después de que fuesen recogidas estas palabras, se produjo el mayor ataque sufrido por Estados Unidos en su propio territorio. Desde entonces, la tormenta no ha remitido y las expectativas siguen siendo nefastas]

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