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El callejón
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El evangelio del western según Mateo o ¿Qué se te perdió en Bolivia, mi’jo?

Nadie en su sano juicio puede querer que maten a estos dos tipos. Pero sucede. Aunque es probable que, en realidad, no fuera exactamente así y que, al final, pudiesen huir a Australia. ¿Por qué no?

El teldense Mateo Gil (Las Palmas de Gran Canaria, 1972) tal vez sea el mejor guionista de esa cosa amorfa e irregular que es el cine español desde que Rafael Azcona decidiese salir de su anonimato, quizás consciente de que ya había dicho todo lo que tenía que decir y de que a él también le había llegado la hora de ser tratado como una gloria nacional (algo que siempre abominó durante más de las tres cuartas partes de su vida).

Para su suerte o para su desgracia, Gil está vinculado a la carrera, apabullante y desigual, de su amigo y ex compañero de Facultad, el cineasta Alejandro Amenábar, que es una especie de "repelente niño Vicente" (personaje creado para La Codorniz por un Azcona recién llegado a Madrid, procedente de Logroño) del celuloide patrio. De hecho, gracias a la gran agudeza del guionista grancanario, que posee un sentido del humor gamberro y una vena mordaz, casi rabiosa, para los diálogos, capaz de mejorar un texto ajeno hasta superar el modelo original, como ocurre en El método, adaptación cinematográfica de la exitosa obra teatral El método Grönhol, de Jordi Galcerán, cintas como Tesis, Abre los ojos y, sobre todo, Mar adentro, aparentan ser mucho más sólidas y más convincentes de lo que, en el fondo, son. Sin embargo, a veces, como los grandes diestros de la palabra, el bueno de Mateo también pincha en hueso. Le ocurrió con la pretenciosa Ágora y le ha vuelto a suceder en Blackthorn, un western que Gil ha rodado sólo en calidad de director. La paternidad del libreto corre a cargo de Miguel Barros.

Al parecer, Mateo Gil lleva más de un lustro tratando de llevar a la gran pantalla la novela Pedro Páramo, de Rulfo, que es mucho menos de un tercio de lo que tardó en poner en pie John Huston su propia versión de Bajo el volcán, de Lowry, otro proyecto cinematográfico igual de insensato, por no decir suicida. Lo que pasa es que ni Mateo es Huston, ni el cine español tiene nada que ver con el norteamericano. Y sólo así se explica que un director canario, con tan solo tres largometrajes en su haber (uno de ellos, Regreso a Moira, un telefilm), termine rodando en impresionantes parajes de Bolivia una película sobre una leyenda auténtica del Far West, escrita por un especialista en documentales (como Los sin tierra, centrada en la ocupación de latifundios en Brasil por grupos de campesinos, hartos de la injusticia y de las desigualdades) y protagonizada por un icono (menor) del teatro y del cine estadounidense.

Para empezar (y aquí termina también toda su exigua gracia), Blackthorn parte de una premisa absolutamente disparatada: veinte años después de haber sido presuntamente abatido, junto a su compinche Sundance Kid, por tropas del ejército boliviano, el forajido Butch Cassidy reaparece bajo otra identidad, mientras lleva una anodina existencia en el altiplano, a la espera de reunir el dinero suficiente para regresar a su país. Las hazañas de ambos personajes, que sí existieron en realidad y cuya banda de asaltadores de trenes, conocida como el "Grupo salvaje", a pesar de que jamás matasen a nadie, trajo de cabeza a las compañías ferroviarias hasta que éstas pusieron un elevado precio a sus vidas y los dos bandoleros se vieron obligados a huir a Sudamérica, fueron la fuente de inspiración para el escritor William Goldman (Harper, detective privado, Todos los hombres del presidente, Marathon Man, La princesa prometida, Misery), quien, tras documentarse durante ocho años acerca del viejo Oeste, de sus falsedades y mixtificaciones, escribió uno de esos guiones redondos, perfectos, que sueña conseguir todo guionista al menos una vez en su vida, y que tuvo la inmensa suerte de caer en manos del director oportuno, George Roy Hill, y de ser interpretado por la mejor pareja de actores posible.

Estrenada en 1969, Butch Cassidy and The Sundance Kid (Dos hombres y un destino) es hoy una joya, una suerte de extraño prodigio, un regalo para los espectadores, que tienen la oportunidad de emprender un fantástico viaje al país de la infancia, a la región de los sueños transparentes y de las aventuras con final feliz. Uno puede regresar una y otra vez a esta obra maestra sin miedo, como se vuelve a los mejores recuerdos, con la garantía de que siempre encontrará cosas nuevas, sorprendentes. Y, además de todo eso, está el Oeste, justo antes de desaparecer para siempre bajo el polvo del progreso, que es ese tren que todo lo arrasa a su paso. Y, por si esto fuera poco, está la maravillosa música de Burt Bacharach. Y, sí, por supuesto, también están ellos. Y ella. ¿Cómo olvidar a Katherine Ross? La muchacha morena y ágil, del rostro dulce y la sonrisa del agua.

En cambio, muy poco puede rescatarse de esta descabellada secuela, filmada con poca fe y peor destino. Tal vez la fotografía, generosa en espacios y en luz natural, de Ruiz Anchía, y el empaque y la presencia de un envejecido, desgastado, casi irreconocible, Sam Shepard, cuya cara famélica, puro pellejo, muestra las cicatrices del tiempo, del desengaño, de la tristeza de un cine que es un quiero y no puedo y la nostalgia de otro, lleno de magia y encanto, que ya no volverá.

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