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El callejón
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El reo

A los alumnos y alumnas de la promoción 2014-2016 de Segundo de Bachillerato del IES Tomás de Iriarte

La escuela era un cuchitril infame y maloliente y los niños, criaturas sucias y harapientas, muchos sin zapatos, se peleaban con frecuencia entre ellos, con la desesperación y el desarraigo de los humillados.

Esa brutalidad, que era tan descendiente directa de la miseria como de la ignorancia, encontraba una víctima predilecta en un pelón bajito, mocoso y con el rostro salpicado de cicatrices. En el patio, casi todos aquellos cachorros feroces y vulnerables solían meterse con él y mofarse de su presunta orfandad.

Una mañana, aquel canijo, que a la hora de levantar los puños se defendía con las dentelladas de un jabato, fue castigado a permanecer todo el día en el sótano, por romperle la nariz a un compañero dos años mayor que él, que le había gritado que su padre era un borracho.

Durante su confinamiento en aquel cuartucho, que lo enfrentaba directamente a sus miedos, agudizados por el frío y los pasos diminutos de las ratas entre las sombras, el joven reo recibió la visita del maestro: un hombre apacible, que había empezado su carrera docente en un lúgubre y siniestro reformatorio de Tiblisi.

A pesar de su pobreza, el individuo mantenía siempre una especie de intachable dignidad: trataba con respeto a sus pupilos, a quienes se dirigía por el apellido, empleando el usted, y el castigo físico le repugnaba al punto de que era frecuente que algunos padres, campesinos analfabetos, le recriminasen, con desdén y malas formas, cierta pusilanimidad.

Nada más oír que alguien entraba en el cubículo, el niño, que se había cobijado instintivamente en un rincón, se puso en pie, con las manos cruzadas a la espalda.

En completo silencio, el hombre se aproximó al chico, le entregó un recipiente con agua, que el alumno bebió con agradecida satisfacción, y luego le ofreció una hogaza de pan de centeno que, tras varias negativas, terminó aceptando y devoró en ávidas y rapidísimas mordidas.

– ¿Sabe una cosa, Dzhugashvili? –Le preguntó el maestro. El niño comía con el apetito de un galeote–. Su problema es que se quiere tan poco a sí mismo que no hace otra cosa que compadecerse. Está tan preocupado en repetirse lo desgraciado que es, en demandar la aceptación de los demás, que prefiere ignorar su propia valía.

El discípulo, que acababa de zampar la última migaja, continuaba inmóvil, callado, con el semblante vacío de cualquier expresión, como un depredador al acecho.

– ¡Desengáñese, Dzhugashvili! Hasta que no se acepte a sí mismo, sólo recibirá el desprecio de los demás. Respétese y le respetarán. Si, finalmente, se atreve a dar ese primer paso, podrá conseguir todo aquello que se proponga en la vida.

El adulto hizo una pausa y miró al muchacho: éste lo contemplaba, más abajo, desde un inquietante mutismo. De pronto, el chaval asintió, con un leve movimiento de su rapada cabeza.

– Le dejo solo, para que piense bien lo que acabo de decirle.

Nada más salir por la puerta, el chiquillo volvió a sentirse intimidado por la oscuridad y regresó a la esquina del sótano. Se sentó en la penumbra, con las rodillas flexionadas sobre el pecho.

No tardó en caer en una dulce somnolencia, provocada por el estómago lleno.

En su posterior vigilia, mientras se refugiaba en las mismas sombras que, por extraño que parezca, habían perdido su fuerza amedrentadora, el castigado tuvo una veloz sucesión de breves sueños, que le llegaban con la resaca extraña de olas remotas. Las imágenes, cubiertas por una gasa infranqueable, eran piezas sueltas, fragmentarias, con un significado totalmente esquivo para él.

Al cabo de un rato, que pudieron ser minutos u horas, se despertó.

Abrían el candado de la puerta metálica del calabozo y el condenado a muerte sintió que unas gotas de escalofrío le recorrían la espalda, pellizcándole la columna vertebral.

Nunca se había sentido tan viejo como en ese preciso instante en que el alguacil se le acercó y le propinó una patada grosera e innecesaria. Había empezado a acostumbrarse a ellas, ya que formaban parte de la rutina penitenciaria.

– ¡Has tenido suerte, cabrón! –Le gritó el carcelero– Al parecer, alguien habló de ti a la persona adecuada. El mismísimo camarada Stalin ha firmado el indulto de su puño y letra. ¡Hasta un montón de mierda como tú tiene suerte de vez en cuando!

El hombre, que ya rondaba los ochenta años y el largo presidio le había arruinado la salud y la fe de una manera casi definitiva, rompió a llorar con la pureza primigenia del niño que quedaba muy atrás en su memoria.

– Lo conozco… Lo conozco desde hace mucho tiempo –atinó a decir el anciano entre sollozos.

– ¿Qué dices, viejo? ¿A quién conoces tú, desgraciado hijo de perra?

El hombre, que había levantado la cabeza por vez primera desde que el alguacil entró en la celda, hizo acopio de toda la dignidad que aún conservaba en una parte muy profunda de sí mismo, inalcanzable para las garras de aquellos monstruos sin entrañas, y pronunció las palabras con toda claridad, con los ojos enrojecidos y cubiertos de lágrimas.

– Conozco a Stalin. En verdad, ése no es su verdadero nombre. Se llama Iósif Vissariónovich Dzhugashvili… Fui su maestro en la escuela… Hace mucho tiempo…

El guardián se quedó petrificado, dio la impresión de no saber qué hacer. De repente, parecía terriblemente incómodo y miró al preso con una indiferencia que pretendía ser cruel. Le propinó una última patada y salió del calabozo dando un fuerte portazo.

No tardaron en poner en libertad al viejo, quien, hasta el mismo día de su muerte, acaecida poco después, albergó en el interior una rara mezcla de orgullo, vergüenza y agradecimiento.

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