Existen pocos datos que corroboren la existencia de un individuo en la antigua Grecia que, ya en plena madurez, después de haber sido soldado y desempeñar diversos oficios, se reveló como brillante e insolente polemista, un tanto anárquico y desprendido, amigo de fiestas y banquetes, donde deslumbraba a la joven intelectualidad ateniense con sus ingeniosas preguntas y sus provocadores silogismos.
Convertido en personaje en algunos de los mejores pasajes de los diálogos de Platón, Sócrates fue un elocuente ágrafo, incapaz de inmortalizar sobre el papel ni una sola de sus ideas revolucionarias, aunque, al mismo tiempo, resultasen del todo sensatas, sin que uno sepa exactamente qué fue antes: la sensatez o la revolución. Probablemente, ambas al unísono.
Nos relatan sus discípulos que este librepensador, vitalista e independiente, también se granjeó el resquemor y la desconfianza de ciertos enemigos, que jamás le perdonaron ni su sinceridad ni su total desprecio hacia el poder y la riqueza, correlación de fuerzas que van siempre de la mano.
Bajo la ambigua y mezquina acusación (nunca probada) de corromper a los jóvenes, Sócrates fue sometido a juicio y condenado a muerte, mediante la ingestión de cicuta. Atroz y arbitraria sentencia que acató con una resignación plácida y admirable.
Y hasta aquí llega la historia, ya que el resto de su biografía se mueve dentro de la confusa bruma de la especulación, de lo legendario e incluso de lo literario, dado que, a fecha de hoy, es prácticamente imposible dilucidar cuánto de verdadero sabemos de este hombre y qué porcentaje de hechos, anécdotas y citas han de atribuirse a la imaginación de sus múltiples seguidores.
En este sentido, el excelente montaje que, en los próximos días, podrá verse en el Teatro Guimerá, Sócrates. Juicio y muerte de un ciudadano, redunda en la anterior incógnita, que se nos antoja eterna, porque, a pesar de su imponente encarnación física (detrás de la muy convincente máscara confeccionada por el gran actor José María Pou) y de la belleza rotunda y dolorosa de todas y cada una de las palabras que pronuncia en la citada función, uno se queda con la impresión y acaso el firme convencimiento de que Sócrates no es más que el mito imposible, el sueño inalcanzable, de una humanidad casi perfecta.
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Siempre que me sale al paso algo referente a la antigua cultura griega, se me enciende la mirada. pues uno es de los que vamos quedando del “plan antiguo”, cuando los de letras estudiábamos algo de ello en quinto y sexto.
Ya me gustaría ver el montaje del Guimerá. Algunos veranos allá por los setenta me los pasé trabajando por el Egeo, y aún tengo en la memoria alguna representación clásica de Esquilo, Sófocles o Eurípides , que en las noches del Egeo sobre las ruinas de los anfiteatros de Rhodas o Lindos son al menos curiosas aunque el griego antiguo declamado detrás de las máscaras poco se comprenda.
Cuando se lee algo de cualquiera de los filósofos tanto presocráticos, como de la época helenística, llama la atención como se podían tener ideas tan claras acerca del comportamiento humano, y a veces sacas la conclusión que no es tanto lo que hemos cambiado tanto en lo personal como en lo colectivo.
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