A Pepe Juan Pérez Pérez, profesor, maestro, amigo
Afuera llueve. Y lo hace como no se había visto en mucho tiempo. Es un aguacero incansable y monótono.
-Mierda -dice el hombre.
-Está feo que usted diga eso -dice la mujer desde la cama.
-Mierda -repite él.
-Otra vez… ¿Le parece bonito?
El hombre está a medio vestir, con el pantalón puesto y la camisa abierta, descalzo. Apoya el brazo derecho en la ventana, mientras contempla cómo los goterones estallan contra el cristal.
-Me cago en la hora…
-¿Qué le pasa, padre?
El hombre no contesta. Mira la lluvia. Sabe que ya no llegará a tiempo. Encima, no parece que escampe. El agua cae sin dar un minuto de tregua. En momentos así se reprocha a sí mismo no haber sacado el carné de conducir. Le habría ahorrado este retraso y otros. Pero es inútil pensar en hipótesis irrealizables. La media hora de caminata hasta su casa no se la quita nadie. La visita va a tener que esperar.
-¿Qué tiene, padre?
-Prisa.
-Si le apetece, podemos hacer tiempo -la mujer se incorpora de entre las sábanas. Le enseña su cuerpo desnudo. Su geografía resplandeciente de Venus generosa aunque un tanto grosera.
-Anda, vístete, que ya hemos terminado -dice él sin volver la cabeza.
-No sé por qué te pones así conmigo, de repente. Hace un momento me comías entera y ahora no quieres ni mirarme.
Hay un nuevo silencio que nadie quiere romper. Por eso sólo se oye la lluvia. Con la misma cadencia.
La mujer se levanta del catre. Se acerca al hombre. Lo abraza por la cintura.
-Anda, no seas así… -le susurra al oído.
Él intenta zafarse y quita sus manos, que han empezado a desabrocharle el cinto.
-Lo siento. Tengo que irme.
-¿Con este chaparrón?
-En cuanto afloje un poco, me marcho.
-¿Y por qué no esperamos acostados? Se está más calentito -la mujer vuelve a echar mano al cinturón. También a la bragueta.
-Estate quieta, joder. Ya te he dicho que no quiero más. Si quieres, puedes irte. Me quedaré aquí, esperando que amaine.
Ella le acaricia el cuello, trata de besarlo en la parte posterior del lóbulo de su oreja derecha. Él reacciona y se la quita de encima de un empujón. La mujer cae al suelo. Él hace ademán de recogerla.
-Vete al carajo, cura -responde ella como si escupiera las palabras. Recupera la verticalidad sin ayuda, con rapidez. Luego, se aproxima a una silla donde cuelgan sus ropas.
-Lo siento -dice el hombre.
-¿Sabe una cosa, padre? Eres un cabrón. Como todos…
-Perdóname.
Alguien toca a la puerta.
-¿Padre Díez? Ábrame, por favor. Es urgente.
-Ahí lo tienes. Todo para ti -dice la chica, que ha abierto la puerta en combinación, con el camisón en un brazo y las zapatillas en la otra mano-. Aprovecha, porque hoy no tiene prisa.
La mujer sale y entra en el cuarto una señora de unos cincuenta y largos.
-Padre… ¡Qué horror! No se lo puede usted imaginar… Por favor, necesitamos su ayuda.
-¿Qué pasa, Rebeca?
A la señora le falta el aire. Su pecho, prieto y voluminoso, sube y baja con desenfreno. Salta a la vista que la mujer fue guapa durante un tiempo y aún conserva fresco el eco de su belleza. Es más baja que el sacerdote.
-¡Ay, don José Luis! Se trata de un cliente…
-¿Se ha muerto?
-Sí, sí… Bueno, no sabemos. Eso parece. Está en la habitación al final del pasillo, al lado del cuarto de baño.
-¿Y qué quiere que haga yo? Llame a un médico.
-Ya, señor Díez, es lo primero que hemos hecho. Avisamos al doctor Galván pero tardará en venir. Se le presentó otra urgencia. Un parto.
-¿Y qué puedo hacer yo en su lugar, mujer?
-Perdóneme, padre, pero en estos momentos usted es lo mejor que tengo a mano… ¡Ay, padre, hágame este favor! ¡Se lo pido! Acérquese un momento. No se preocupe, nadie lo verá. Usted y Nati, la niña que estaba con él, son los únicos que lo saben en toda la casa. Aparte del interfecto, claro. Pobrecillo, se le ve tan feliz…
La señora contiene el llanto. Se enjuga una lágrima con un pañuelo blanco. El rímel se le ha escurrido. El pecho le asciende y desciende bajo el escote como un globo que no se termina de inflar.
-Por favor, padre… Ayúdenos. Así usted lo ayudará también a él… ¡El pobre! Tan pálido y dormidito… Casi parece un niño… Él lo necesita, padre. Su alma lo necesita.
El padre Díez, que ha terminado de vestirse de paisano, sin sotana ni alzacuellos, sale de la habitación tras ella.
* * *
-Este hombre está muerto -dice el cura con precisión forense. El cuerpo, pudorosamente amortajado debajo de las sábanas todavía sudorosas, muestra una cierta rigidez. El rostro, blanco, cerúleo, sonríe a la muerte.
-¡Ay, padre! ¡Ay, qué desgracia! ¡Dios mío! ¿Qué vamos a hacer ahora?
El sacerdote, que en silencio le ha dado la extremaunción al difunto, trata de levantarse pero la mujer clava sus dedos en el brazo como garras.
-¡Ay, Dios mío!
-¡Tranquilícese! -el padre Díez la intenta calmar, al mismo tiempo que trata de zafarse de la zarpa que impide que se marche- Dios santo, Rebeca, tranquilícese, que va a alborotar a todo el gallinero…
La señora rompe a llorar. En la habitación entra una chica. Luego aparece otra.
-¿Sabe al menos quién es? -pregunta el párroco. Rebeca se limita a negar con la cabeza.
-¿Dónde está Nati? -pregunta el cura.
-Dice que la dejen en paz, que ella no sabe nada -responde una de las jóvenes que acaba de entrar, las demás intentan serenar a su jefa con un cariño casi filial.
-Dice que se quedó así en plena faena, que se apagó de pronto, como una lámpara.
-¡Ay, padre, qué horror!
-Conserve la calma, mujer. Que estas cosas pasan… Compórtese, por favor…
Las palabras del sacerdote tienen de inmediato un efecto balsámico. Entre él y sus muchachas, la señora recupera poco a poco el temple.
-La verdad es que no sabemos nada -cuenta la mujer entre suspiros cada vez más espaciados-. Eso sí, se portó como un caballero, pagó por adelantado. Llegó, las vio a todas, las saludó muy educado y escogió a Nati. Al cabo de un rato, la niña bajó toda alborotada para darme la noticia…
La señora se lleva de nuevo el pañuelo a la boca porque va a ponerse a llorar otra vez.
-Bueno, déjelo ya… ¿Alguien ha comprobado sus objetos personales?
-Sólo lleva una billetera de piel. Dentro hay unas quinientas pesetas -confirma una de las chicas.
-Pues lo mejor será esperar a que venga el doctor Galván y que confirme el óbito. Él se encargará de dar parte a la policía para que venga el juez y levante el cadáver.
El padre Díez mira al hombre que yace sobre la cama. Transmite una enorme serenidad y la sonrisa dibujada en su cara no deja de importunarle como un pensamiento incómodo. Hace cálculos y le echa unos cincuenta y pocos. El muerto lo apacigua y lo inquieta al mismo tiempo. Por un instante, piensa que a él le puede ocurrir lo mismo cualquier día de estos.
El reloj lo arranca de sus meditaciones.
-Lo siento, pero yo no puedo esperar.
-Sí, padre, váyase tranquilo -dice Rebeca-. Muchas gracias por todo y no se preocupe. Nosotras nos las arreglamos. Que Dios le bendiga, padre…
El sacerdote sale disparado escaleras abajo. No encuentra a nadie en los pasillos. Eso siempre lo tranquiliza. Cuanto menos gente esté al tanto de su debilidad, menos daño podrán hacerle sus enemigos. De hecho, sólo dos hombres en el pueblo saben que una vez por semana visita la casa de Rebeca. Y los dos son de absoluta confianza: Miguel, el sacristán, y don Andrés, el maestro.
Afuera llueve con menor intensidad. La tarde se apaga entre algodones, al cobijo de unas nubes espesas. El hombre empieza a correr y procura sortear los charcos como puede.
* * *
-¿Ya llegó su Ilustrísima? -pregunta el padre Díez nada más entrar por la puerta.
-Todavía no, señor -contesta una voz desde la cocina.
Una mujer mayor, enjuta, ataviada con mandil, sale con una bandeja llena de cosas para picar.
-He preparado esto por si les apetece.
-Gracias. Estás en todo, Lucía.
La sirvienta casi tira los platos al suelo al ver el aspecto que trae el cura.
-¿Pero de dónde viene usted, padre?
-Nada, hija, me ha cogido el aguacero -contesta el hombre con el rostro sudoroso y el pelo mojado-. Qué raro que no haya venido ya… ¿Ha llamado para avisar que se retrasaba?
-No, señor, y haga el favor de darme esa chaqueta para meterla ahora mismo en la pileta -la mujer coge la americana con cuidado y se la lleva al patio. El padre Díez entra en el cuarto de estar.
Allí comprueba que Lucía no ha olvidado ni el más mínimo detalle. En la mesa, sobre un mantel bordado por su difunta madre, reposa un juego de tazas para té, junto a galletas inglesas, frutos secos y un par de copitas de licor, por si se tercia.
Después de esta comprobación, el sacerdote va a su cuarto a cambiarse.
Al cabo de hora y media, alguien toca a la puerta.
-Debe de ser él. Algo ha debido de pasarle con el coche. Claro, con este diluvio. Encima se empeña en conducir solo…
Díez se levanta de su sillón. La criada abandona el punto para ir a abrir.
Cuando Lucía vuelve a la sala tiene la expresión desencajada.
-Es la policía, padre. Dicen que es un asunto grave. Parece que tenía usted razón: don Guillermo ha sufrido un accidente…
Al oír esto, el padre Díaz está a punto de quemarse los dedos con el cigarrillo, que se le cae al suelo.
-Lo sabía… Este retraso no era normal -dice sacudiéndose la ceniza del pantalón negro-. Anda, mujer, tranquila, que seguro que no es nada. No te me alborotes antes de tiempo…
-¿Dónde está? ¿Qué le ha pasado? -pregunta el sacerdote a los dos hombres que lo aguardan en la puerta.
-No podemos decírselo -responde el agente que no lleva uniforme. El padre Díez sabe quién es, pero nunca ha sido de su agrado. En realidad, nunca le han gustado los de la Brigada Criminal. Ni ellos, ni sus gabardinas, ni sus métodos.
-¿Usted le conoce? -pregunta el policía.
-Personalmente, no. Esperaba su visita esta tarde y debió haber llegado hace más de dos horas. Lo nombraron al frente de la diócesis antes del verano e iba a ser su primera visita al pueblo. Venía a título particular.
El padre Díez se sorprende a sí mismo hablando del señor obispo en pasado. Como si diera por hecho que ha sufrido algo más que un percance automovilístico.
* * *
Dentro del coche reina un silencio absoluto. Al sacerdote le molesta no saber nada. El vehículo policial avanza con gran parsimonia por las calles. Recorre el mismo itinerario, con las mismas esquinas y edificios, que el padre Díez ha hecho a pie un montón de veces. Al menos, una vez a la semana desde hace quince años, desde poco después de que le asignasen la principal parroquia de esta población pequeña, que siempre aspiró sin éxito a ser capital de provincia.
José Luis Díez apenas se sorprende cuando el coche frena en seco ante la casa. Es un viejo inmueble de tres plantas que en un pasado no tan remoto albergó una de las primeras pensiones de la localidad. Sin embargo, ahora la casona presta otra clase de hospedaje.
El padre Díez lo sabe bien. Como sabe, con total certeza, que el señor obispo jamás irá a visitarle.