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El callejón
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El infierno del carrito de los helados

Apenas unas horas después de que Mohamed Lahouaiej Bouhlel se llevara por delante la vida de ochenta y cuatro personas que abarrotaban la avenida marítima de Niza, durante la conmemoración de la Toma de La Bastilla, uno recorría las salas de Los Jerónimos, en el Museo Nacional del Prado, repletas de una multitud ociosa e impertinente, apiñada como insectos atraídos por una fuente de luz en torno a los lienzos de Jheronimus Bosch (y de sus discípulos e imitadores), y no podía dejar de sentir que se adentraba, entre aturdido y conmocionado, por familiares escenarios de pesadilla: ininteligibles jeroglíficos poblados de monstruos y toda clase de alucinantes aberraciones, urdidos con la escalofriante intuición de uno de los artistas más extraños, originales y complejos que haya dado la pintura.

Es más: en el lúgubre y angustioso averno que este extraordinario ilustrador holandés anticipa en muchas de sus creaciones, en las que únicamente la divina virtud encarnada por Cristo nos redime, en última instancia, de una existencia pecaminosa y profundamente repugnante, si el espectador se deja llevar por la fuerza oscura y malévola de la representación que el pintor de Brabante ejecuta del lado más carnal y grosero de la débil naturaleza humana, uno puede llegar a vislumbrar, en el horror sin esperanza de la infinidad de cuerpos y almas condenadas, el fantasmagórico perfil de ese camión que avanza en la noche, en principio feliz y despreocupada, llevando consigo toda la muerte y destrucción que albergan las bestias que habitan en las sombras.

“Traigo helados”, dijo con siniestra naturalidad el conductor, poco antes de precipitarse sobre la muchedumbre indefensa, rubricando con esta mentira su condición de heraldo del infierno, en un mundo que se encamina, paso a paso, hacia su propia autodestrucción.

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