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El callejón
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La humanización del arte

Esta obra, "El Descendimiento" (1602-1604), original de Caravaggio, ha permanecido expuesta estos dos últimos meses en el Museo Nacional del Prado, cedida en préstamo por la Pinacoteca Vaticana, con motivo de la reciente visita de Benedicto XVI.

A mi tío Anelio, que me regaló "Cien obras maestras de la pintura", de Marcial Olivar, cuando tenía once años, y a Caloli, que me trajo el catálogo de la exposición antológica de Antonio López

A la vida tengo que agradecerle muchas cosas. Pero, sobre todo, debo sentirme enormemente afortunado de haber podido contar con aquellas personas que, desde cerca, han guiado mis pasos por este mundo, que es y será una porquería.

Me crié en los primeros años de la transición, cuando, en general, la mayor parte de la gente era más feliz e indocumentada. Nosotros, los de entonces, que ni de coña somos ya los mismos, nunca carecimos de nada pero tampoco lo tuvimos todo. Así, los de mi generación crecimos dentro de las coordenadas de un sano equilibrio, sin estrecheces ni mimoserías. Fuimos unos niños ingenuos, curiosos y despreocupados, con una clara conciencia de cuál era la delgada línea roja que no se debía cruzar so pena de llevarte un cogotazo bien dado.

Y, además, en mi caso, el destino quiso que, aparte de la ternura, de las buenas costumbres, del humor y del amor (tal vez las dos únicas razones para no arrojar la toalla a la mínima oportunidad), mi educación, que jamás fue rígida ni severa, se viese acompañada por la presencia constante, tanto en mi casa como en los hogares de mis abuelos, de los libros, de los discos de vinilo, de las películas en blanco y negro (con mención especial para Errol Flynn, Charlot, Johnny Weissmuller y los hermanos Marx), de los álbumes de Astérix y Lucky Luke y de los cuadros de Francisco Concepción, hermano menor de mi abuela Manola.

Esta relación de parentesco, así como la amistad, un poco tardía aunque entrañable, que mi abuelo Anelio mantuvo con su cuñado, de quien admiraba con cariño sincero su incuestionable talento, hicieron que de las paredes de la casa de mi madre colgasen, prácticamente desde el primer día, numerosos paisajes y retratos trazados con esa asombrosa sencillez con la que tío Quico atrapaba la luz, los colores y la vida. Años más tarde, a estos lienzos del pintor de La Caldera, se les unirían los cuadros que mi abuelo (estudiante en su día en la Escuela Municipal de Artes y Oficios) remataba en la soledad nocturna y serena de su garaje, después de haberlos empezado el sábado anterior, en la alegre camaradería de los amigos que acompañaban al maestro Concepción en su cita semanal con la naturaleza al aire libre y con el arte a pecho descubierto.

El inconfundible olor del aguarrás y la textura arcillosa del óleo han sido dos sensaciones que identifico pronto con mi infancia, con las exposiciones de mi tío Quico y con las sesiones de pintura de mi abuelo, a quien, a veces, mi hermano Míguel y yo arrancábamos a pelotazos de su particular Nirvana, envuelto en el aroma de su puro de Gloria Palmera, sin que jamás la sangre llegase al río, porque mi abuelo Anelio fue el ser humano más noble, pacífico y bondadoso que he conocido.

Él me enseñó (entre otras muchísimas cosas) a reconocer y admirar a los grandes nombres de la historia de la pintura y en las estanterías de su biblioteca, como tesoros de valor incalculable, se acumulaban las monografías y los volúmenes repletos de magníficas reproducciones. En uno de estos tomos, a la edad de diez u once años, descubrí, de la mano de mi tío Anelio, al que, sin dudarlo, es para mí el artista superlativo, quien marca el punto más alto, el que toca el techo infinito e inalcanzable de la perfección: Michelangelo Merisi da Caravaggio.

Como tantos otros genios que en el mundo han sido, Caravaggio (Milán, septiembre de 1571-Porto Ercole, julio de 1610) llevó una existencia azarosa y turbulenta, marcada por su carácter irascible y pendenciero, por su desmedida pasión por el juego y por su condición de homosexual proclive al escándalo.

Su indómita naturaleza, que se pone de manifiesto en los homicidios e innumerables trifulcas en las que se vio involucrado durante su corta e intensa vida, constituyó el peor obstáculo para el progreso de la carrera de un artista polémico y controvertido que gozó del reconocimiento precoz y unánime de sus contemporáneos, que creó escuela, que fue imitado a la vez que vilipendiado y que cayó en el olvido del tiempo para ser reivindicado por la posteridad como una de las cuatro o cinco firmas imprescindibles en la Historia del Arte.

Con motivo de la reciente visita a Madrid del Papa Benedicto XVI y coincidiendo con los actos celebrados a raíz de la Jornada Mundial de la Juventud, los dos últimos meses el Museo Nacional del Prado ha exhibido, en calidad de préstamo, El Descendimiento, una de las obras maestras del pintor milanés, que desde 1817 forma parte de la Pinacoteca Vaticana.

Ejecutada por encargo de Girolamo Vittrice, para ocupar el altar mayor de la capilla que los Vittrice poseían en la iglesia romana de la Vallicella o Chiesa Nuova, propiedad de la Congregación de los Oratorianos de san Felipe Neri, este lienzo de tres metros de alto y más de dos metros de ancho fue expuesto al público por vez primera el 1 de septiembre de 1604 y, a diferencia de lo que sucedía a menudo con las obras de Caravaggio, en esta ocasión la respuesta mayoritaria fue la aclamación entusiasta tanto por parte de sus partidarios como de sus detractores.

Inspirada en La Piedad de Miguel Ángel, por quien Merisi profesaba una no oculta admiración, esta composición, en la que el autor concentra a los seis personajes de acuerdo a una línea en diagonal, recortados sobre el habitual fondo oscuro, que es una de las señas de identidad de su estilo, ofrece una síntesis completa de su pintura, que siempre resulta directa, de gran impacto emocional: como un puñetazo de realismo duro, dramático, que a nadie deja indiferente.

En este prodigio de habilidad técnica y de economía expresiva, llama poderosamente la atención la tosca naturalidad de los rostros de Nicodemo, que es el único que parece mirar al espectador, y de la propia Virgen, que ofrece una imagen de sufrimiento contenido, en contraste con las lágrimas que seca con su pañuelo una hermosa María Magdalena y, sobre todo, en comparación con el gesto de impotencia de María de Cleofás, que levanta las manos implorando la Divina misericordia.

En su búsqueda de una reproducción más objetiva de la realidad, el artista lombardo no dudaba en contratar como modelos a mendigos, borrachos, rufianes, chaperos o prostitutas, lo que, al margen de despertar las protestas de la misma aristocracia que pagaba sus servicios, dota a sus cuadros de una fuerza primitiva, casi brutal, que las hace intemporales, eternas, porque desprenden una cruda y sobrecogedora humanidad. La misma que encontramos, más de trescientos años después, en algunas de las videoinstalaciones de Bill Viola o, en el siglo pasado, en el cine social y en El Evangelio según San Mateo, de Pier Paolo Pasolini, cuya vida y misteriosa muerte guarda tantas similitudes con la de Michelangelo Merisi.

Contemplé El Descendimiento, de Caravaggio, así como otros lienzos que nunca me cansó de ver en El Prado, una veraniega mañana de domingo, en pleno otoño madrileño, al día siguiente de mi obligada visita a la muestra antológica que el Thyssen ha dedicado al manchego Antonio López y con la que este museo privado ha batido su récord de asistencia: más de trescientos mil visitantes en apenas tres meses.

Con independencia del obvio talento que posee este pintor hiperrealista y sin el menor ánimo de establecer comparación alguna entre ellas, no hace falta que les diga cuál de las dos exposiciones me caló más hondo.

Por cierto, hablando de museos, donde no creo que me vayan a ver el pelo jamás es en el Camp Nou, cuya sala de trofeos recibió el pasado año la visita de 1,3 millones de personas (fuera de los días de partido), convirtiéndose en el primer enclave museístico más frecuentado de Catalunya y en el tercero de España, a bastante distancia, eso sí, del Prado y el Reina Sofía, aunque por encima del Thyssen-Bornemisza y del Guggenheim. 

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