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El callejón
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La gran desilusión

Cuando hace ahora ocho años contemplábamos por vez primera cómo un hombre de raza negra juraba el cargo de presidente de los Estados Unidos de América, superando más de dos siglos de prejuicios y recelos atávicos, muchos (ingenuos, ilusos, crédulos) pensábamos (o más bien queríamos creer, deseábamos creer) que, al fin, se había hecho realidad el mañana vaticinado por Martin Luther King. Sin embargo, transcurridos los dos mandatos de Barack Obama, uno tiene la sensación, quizás certeza, de que todas las grandes expectativas que se generaron en torno a su nombramiento han quedado reducidas a las cenizas de un montón de promesas rotas y de sueños incumplidos.

La marcha de Obama deja la impronta de las oportunidades perdidas, de las buenas intenciones, atenazadas y volteadas por la feroz injerencia de poderosos intereses (comerciales, financieros, militares) que han limitado su margen de maniobra, por lo que, a partir de este momento, observará, entre atónito y espeluznado y con incomodísima impotencia, cómo su sucesor procederá, de manera implacable, a destruir hasta el último rescoldo de su muy discutible legado.

Un nuevo presidente electo, ultranacionalista, rancio, demagogo y hortera, que, en buena medida, debe la silla en el despacho Oval a su predecesor, quien, a la hora de designar relevo, se equivocó fatal y estrepitosamente.

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