Como somos el País de Nunca Jamás nos estallan las cosas en las manos con una violencia inusitada. La estrella triste del pop que quería vivir en ese prodigioso lugar era una víctima del mercado furioso que demanda más y más adrenalina, efectos especiales, disfraces. Y él, que jugó a vivir tras la máscara, hacía tiempo que sólo era eso: una careta de carnaval, un niño que no quería crecer. Parece que esta sociedad demanda que cada día superemos los records del día anterior, la vorágine de lo efímero arrincona la razón, se sumerge en lo estrambótico.
Como somos el País del Nunca Jamás, mientras en otros lugares ponen límites al crecimiento desmedido de los capitostes de la banca nos permitimos tener a los futbolistas más caros, que sólo aquí pagan los impuestos más suaves del mundo. ¡Qué maravilla de organización, qué bendito sistema fiscal el que consiente y aúpa los pelotazos del florentinato, qué maravilla de créditos bancarios cuando a cualquier hijo de vecino le niegan una ayudita para comprarse el piso que ha bajado de precio! Acumule uno millones de parados para llegar a esta conclusión: la de que la crisis ha sido un aterriza como puedas, y solvéntate tú el problema porque yo, gobernante, estoy muy ocupado en mis cosas.
Como además estamos en el País del Nunca Jamás los obispos andan siempre en pie de guerra, cosa que no sucede en Francia ni en Italia, países católicos y democracias consolidadas donde se tiene más claro la diferencia que hay entre la fe personal y la organización de la sociedad a través de las urnas. Hasta José Bono, a quien tienen por católico conservador, pide a la Iglesia que no busque imponer lo que piensa, como si estuviéramos en la Edad Media. "La Iglesia tiene derecho a decir lo que piensa pero no a intentar imponer lo que piensa, ya que en España quien manda es el pueblo a través de sus representantes, que no son los obispos sino los diputados, senadores y el Gobierno", ha dicho el presidente del Congreso de los Diputados.
El País del Nunca Jamás es el lugar donde los jueces tardan décadas en pronunciar sentencias estrambóticas, y donde el Pan y Circo se adueña de los rincones. ¿A qué ciudadano de ese prodigioso lugar le interesa ser educado, conmovido, promocionado, emocionado, asistiendo a un concierto de música clásica, contemplando una exposición de pintura, leyendo un libro que no venga precedido por la parafernalia de los best sellers? El País de Nunca Jamás es diferente a todo el resto, por eso admira a unos y a otros. El País de Nunca Jamás es un espacio inverosímil, injusto, poco motivador. Pero allí sus ciudadanos no tienen otro remedio que afrontar el hoy precario con la esperanza de que el mañana les conceda un poco de luz.
El País de Nunca Jamás es el País de Sálvese Quien Pueda: como hay poca seriedad y poco trabajo, cada cual aspira a solventar su vida en forma de lotería, quiniela o adulonería. El País de Nunca Jamás no genera oportunidades para los jóvenes, sólo les ofrece una policía autonómica, unas oposiciones donde se presentan 500 por cada plaza, o convertirse en dependientes del Corte Inglés. A tal efecto, al País de Nunca Jamás le habría venido bien ser un poco calvinista, un poco luterano, tener la conciencia de que la gloria hay que alcanzarla en este mundo mortal a base de trabajo, competitividad, esfuerzo.