Eutanasia, un debate social

La situación que nos traes a colación, y que ha entrado de lleno en la campaña electoral, es uno de esos casos que conmueven cualquier corazón que no esté sujeto a la frialdad de un inservible frigorífico. Un acto de amor de parte del marido. El último, tras haberla cuidado durante treinta años de sufrimiento mutuo, de una persona, su pareja, que hacía muchísimo tiempo que había desistido vivir.

Porque conmovedora fue la naturalidad con la que el marido le dijo: – ha llegado la hora, – ¿sigues con el propósito de irte? Y tras el sí de su esposa, añadir, – déjame que te sujete la mano y sienta tu calor. Ponerse sí quiera en la piel de esa persona, pensar en todo lo que ha tenido que suceder para llegar a esa determinación, y en el valor y la dignidad con la que tuvo que afrontar las consecuencias posteriores, es como para replantearse esa vieja sentencia que dice que “las leyes están hechas para las personas y no a la inversa”. Los jueces no hacen más que aplicarlas. Hace muchísimo tiempo que merece una profunda reflexión de parte de nuestros políticos. Es perentorio cambiarlas. Respetar la voluntad de aquellos que no desean seguir sufriendo. Como de aquellos otros que merecen una muerte digna.

Hace algunos años, al llegar a la edad y/o a esa etapa que solemos llamar de los “adioses” a tus seres queridos, tuve ocasión de encontrarme un vecino en el descansillo de una de las habitaciones anexas a la que ocupaba mi suegra. Tenía a su madre ingresada en el hospital desde hacía -según me contó-, diez meses. Y lógicamente, acudía a verla diariamente, a prestarle su apoyo, a darle su calor. Era su único hijo. Ante su insistencia para que entrase en la habitación, accedí a su requerimiento. Cual no fue mi sorpresa al encontrarme una persona de avanzada edad postrada en tendido supino, absolutamente inmóvil, un cuerpo del que pendía una bolsa destinada a la orina, trabada por medio de unos garfios a la cama, y un gotero adherido a su brazo izquierdo. Al acercarme con la intención de regalarle una sonrisa, un gesto de complicidad con la situación que vivía, observé que tenía los ojos completamente cerrados. No respondía. No obedecía a estímulo alguno. Era un ser vitalmente inerme. -Lleva en ese estado varios meses. Me aseguró su hijo en la penumbra de aquella habitación. La misma que rodeaba la penosa existencia del hilo de vida que aún permanecía dentro del cuerpo de su anciana madre. Es, me dijo con suma tristeza y no menos resignación, una muerte en vida. La alimentan a través de suero y una sonda endonasal. No sé qué hacer.

Es diríamos, la consecuencia del encarnizamiento terapéutico, cuando las luces que alumbran los signos vitales, se han apagado para siempre. Un sufrimiento absolutamente evitable con los medios con los que se cuenta actualmente, sin la necesidad de tener que recurrir si quiera a la eutanasia activa. No sé -porque no quise volver a tener aquella desagradable experiencia-, por cuanto tiempo más se prolongó esa incomprensible y anacrónica situación. Pero si aprecié en el semblante y en los ojos de su hijo, la profunda tristeza que le embargaba, ante un ser querido que ni sentía ni padecía. Sencillamente ya no existía sino como mero testigo de los prejuicios de algunos humanos. Por más que aquella situación no era humanamente admisible.