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Palmero de ida y vuelta
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Ya no somos viajeros sino turistas atropellados

Aunque todavía hay mucha gente que no se ha subido a un avión, cada vez que uno emprende un viaje –aunque sea a la isla de al lado, aunque sea a un lugar de Extremo Oriente- tenemos la sensación de que toda la humanidad se ha convertido en viajero impenitente, pues, vayan donde vayan, los barcos y los aviones van llenos a reventar. Y eso que los aviones ofrecen cada vez menos espacio para ajustar las rodillas, y eso que esta humanidad viajera de manera masiva le ha quitado misterio a la propia idea del viaje, antes limitada a las clases más pudientes del mundo.

Nos convertimos en turistas tal vez siguiendo una compulsión que consiste en el deseo urgente de salirse de lo cotidiano, escapar de los límites de la vida que tenemos, convencidos quizá de que en otra parte vamos a encontrar algún viejo paraíso perdido, en el que no vamos a tener los problemas que tenemos sino que vamos a renacer.

Viajar se ha convertido en una actividad de muchos, y los operadores, las agencias, las aerolíneas se han dado cuenta de la dimensión del negocio. Dicen las estadísticas que en 1950 circulaban unos 25 millones de viajeros al año mientras que en 2018 hubo 1.400 millones, lo que equivale a decir que viajaron 1 de cada 7 habitantes del planeta, la séptima parte de la humanidad. Y esta actividad mueve 1,4 billones de euros al año, y no se detiene sino que va en aumento constante. Viajes de larga distancia, cruceros, viajes también en ferrocarril o en coche: lo importante es moverse. Muchas veces el estímulo de viajar es consecuencia de oportunidades de última hora, rebajas importantes en las tarifas, ofertas irresistibles para conocer países remotos o para ir a playas atractivas o incluso para escalar las más altas cimas del Himalaya. Hace poco se hizo famosa una foto que contemplaba una escalada multitudinaria en el Everest, había tal cantidad de escaladores que parecía imposible moverse. De hecho algunos fallecieron por caídas y tropiezos que parecían inevitables en medio de tal marasmo.

Todo esto supone también un impacto nada desdeñable en el cambio climático, pues los expertos estiman que la actividad turística global genera 5.500 millones de toneladas métricas de CO2. Tenemos que considerar asimismo que ciudades como Venecia o Barcelona se han visto tan saturadas de visitantes que comienzan a haber protestas serias de sus habitantes. Canarias el año pasado tuvo unos 16 millones de turistas, una cantidad tan importante que en ciertos momentos parecíamos ser extranjeros en nuestras propias calles.

Los modernos viajes, con tantísimas ofertas de las agencias, con tantísima publicidad emitida en los medios, tienen poco que ver con las peregrinaciones medievales, tan incómodas y lentas. Ahora, en cambio, los vuelos de bajo coste de 10 o más horas encajados en asientos mínimos pueden darnos algún susto por los problemas en la circulación sanguínea, trombosis, jet lags, etcétera.

Viajar hoy en día es un frenesí al alcance de muchos. En el siglo XIX asomaron por las islas algunos viajeros y exploradores europeos que venían con el deseo de conocer nuestra naturaleza, el exotismo de este clima. Eran británicos, franceses o alemanes que no tenían prisa por llegar. Parece que fue bien avanzado el siglo XIX cuando los hijos de la aristocracia británica hacían un paseo educativo por París, Roma o Sicilia, que incluía la visita a los museos y a los burdeles en los que reinaba la sífilis y todo tipo de enfermedades venéreas. Los empresarios británicos, en plena época expansiva del imperio, organizaban visitas a Egipto, cruceros por el Nilo o por las islas griegas. Hoy cada cual va buscando capturar el selfie más original delante de la gran muralla china, el Muro de las Lamentaciones o el Taj Mahal de la India, y el resultado es la reiteración hasta el infinito de imágenes idénticas.

A veces el viaje es una ilusión tan evanescente como la esperanza de alcanzar la gloria eterna. Llegas a Islandia pensando que va a contemplar ciento y pico géiseres, y que vas a poder escalar infinidad de glaciares. La decepción puede ser más completa todavía si en esos mismos días se ha extinguido uno de los glaciares más famosos, y para conmemorarlo colocan una placa que recuerda las placas funerarias de los cementerios. Otro ejemplo: Santorini es un lugar célebre a nivel mundial, quién puede resistirse al embrujo de esas islas griegas sembradas en el Mediterráneo, captadas de modo tan seductor por los fotógrafos especializados que todos deseamos ir allá. En un crucero italiano con cuatro mil personas a bordo llegas a Corfú, donde el palacio de la emperatriz Sissí, desembarcas en Mikonos y ves que solo quedan tres o cuatro molinos en funcionamiento,  aterrizas en Santorini para asimilar que la escena de las múltiples cúpulas azules de los templos es ficticia, ya que en todo el poblado de Oia apenas hay un par o tres de cúpulas, capturadas, eso sí, con mucha perspectiva, o desembarcas en Dubrovnik en un día de intensa lluvia que te quita la imagen soleada que aguardabas.

Hoy en día todos somos turistas, que no viajeros. Pues quemamos etapas en pocas horas y las visitas pueden ser tan ultrarrápidas como en las escenas de una película de Charlot. Los viajes se han democratizado, y eso está muy bien, porque el acceso a una sociedad de servicios viajar es más barato que nunca, se puede pagar a plazos, se puede alcanzar una oferta de 2 por 1, etcétera.

Hoy todos queremos movernos sin cesar por cualquier lugar del mundo, desde las aguas cálidas del Caribe a las atestadas calles de Tokio o los paseos en safari por Kenia. Hasta los psicólogos recomiendan que nos movamos, porque muchas profesiones viven de nuestros desplazamientos, desde los pilotos de aviación a los camareros de un crucero o las fatigadas camareras de pisos que han de trabajar contrarreloj. Ha dicho el sociólogo Rodolph Christin que “la movilidad se ha vuelto un modelo de conducta que coloniza masivamente el imaginario social”, en el libro Mundo en venta. Crítica de la sinrazón turística. Añade: “No es ya la libertad de ir y venir, más bien es una orden dictada por el funcionamiento del sistema…”  Y un profesor de la Universidad catalana Rovira i Virgili añade que “todo el mundo tiene la sensación de que si no se mueve, se pierde algo.” Qué lejos el poema de Kavafis, cuando decía que lo importante no era llegar a Ítaca sino disfrutar el viaje.

Blog La Literatura y la Vida

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