A menudo la historia de la humanidad ha estado marcada por un pasito adelante y dos hacia atrás, igual que en el baile de la yenka. El Concilio Vaticano II puede pasar a mejor vida si sale adelante la propuesta ya presentada por la Congregación del Culto Divino. Desde que Juan XXIII abrió las ventanas del Vaticano II, los sucesivos papas han ido desmontando su mensaje de puesta al día, aquel célebre "aggiornamento" que tanta popularidad le dio al anciano pontífice. Y ahora el ínclito cardenal Antonio Cañizares, célebre por sus actuaciones en Toledo, proclama la necesidad de volver a la misa en latín y de espaldas al público.
Parece algo lógico dado que el papa Ratzinger no cesa de hacer señales a los sectores más conservadores, incluyendo su beneplácito a obispos que negaban el holocausto judío en la II Guerra Mundial. La feroz oposición de la Iglesia al preservativo para combatir el sida o su falta de entendimiento hacia las nuevas formas de la familia hacen de Benedicto XVI un hombre poco tolerante.
Aunque en mi generación recibimos una educación católica estricta y poco dialogante, procuro escribir con el máximo respeto a los creyentes. La Iglesia y el Ejército sustentaban el franquismo de los años duros, en los cuales el César entraba bajo palio en las catedrales. Todo eso ha quedado atrás, por fortuna, pero lo que llama la atención es la obsesión de una buena parte del poder vaticano: anular las señales aperturistas es su máximo objetivo, y parece que lo pueden conseguir.
Por suerte no toda la Iglesia es la Iglesia vaticana. Sigue habiendo movimientos de cristianos de base, de Iglesia pegada a la realidad de este mundo cambiante, núcleos de fieles que no comparten la normativa oficial. Faltan vocaciones, la obligación del celibato recibe más críticas que nunca, el papel de la mujer sigue sin tener el protagonismo que merece, pero los que mandan en Roma se hacen sordos.