Estas aguas de transparencia verde, estos manglares y estos bosques prietos son algo más que una postal turística. Son también un testimonio humano de primer orden. Un testimonio de sufrimiento, de dolor y de sangre, la crueldad de los barcos negreros que desembarcaban su mercancía, un negocio del que vivió medio mundo. Así, cuando cruzas la isla de Santa Lucía -que fue española, francesa, británica y ahora es una nación independiente- llegas a un caserío que se llama Canaries y sientes la emoción de saber que por allí estuvo presente nuestra diáspora. Selva tropical, aves con mucho color, cascadas, volcanes, aguas termales. Lujosas residencias, chalets impresionantes, y también infraviviendas: barracas, casas de madera en penosas condiciones.
Vas carretera arriba, subiendo hacia la pequeña cumbre de volcanes de tupida vegetación, y te sale al paso un nativo que te ofrece una serpiente recién capturada, por si te apetece para el almuerzo. Un turismo sin visitas a museos ni a centros históricos, un turismo de paisajes, corrientes de agua. Puede que Europa sea un museo y América una feria viva, como dice Mario Vargas Llosa. Europa racional y decadente, América vital, caótica y llena de fuerza. Lo criollo es evidente en este espacio en que la inmensa mayoría de la población desciende de los esclavos traídos para cultivar las tierras de sus amos, pero también de inmigrantes de la India y de Europa. Pero se palpa en el ambiente que África brota por cada poro de estas islas, lo aprecias en los mercadillos callejeros, en la artesanía, en la actitud relajada de la gente, acorde con el omnipresente calor húmedo que apenas cede durante la noche, de los 34 grados del día a los 27 de la noche apenas se produce oscilación térmica.
El Caribe está hecho de resorts, complejos con el todo incluido. La inmensa mayoría del turismo es norteamericano: viajes de novios, escapadas de neoyorquinos atareados. Pero los españoles también asoman con fuerza, hay inversión hotelera importante. Las iguanas corretean por el césped, mimosas, esperando una fruta o una fotografía. El visitante huye del estrés, busca paisajes que le recuerden al paraíso, acaso caiga una aventura de turismo sexual. El Caribe es una postal turística con gente que lo pasa bien y con gente que lo pasa menos bien, pues la riqueza es exultante y la pobreza también. El Caribe es la mezcla, el mestizaje, el sincretismo de religiones, de colores, de culturas. También el legado de Bob Marley está muy visible aquí, donde los rastafaris siguen proclamando la superioridad de la madre África, la necesidad de regresar al origen. Amaneceres y atardeceres poseen un brillo esplendoroso, casi violento. Y las playas, de aguas quietas y burbujeantes, nos remiten a escenas de cine con piratas, Robinsones, blandas historias de iniciación. Aguas calientes, ganas de vivir, inmensa variedad de coctelerías de ron.
¿El paraíso perdido y hallado en un catálogo de agencias de viajes, en una oportunidad de 2 x 1? La sensualidad del baile es el acicate de las noches, la calma domina esas mañanas y esos mediodías del trópico. Grenada con sus excelentes playas, Santa Lucía y Barbados con su colección de paisajes tan similares. Playas quietas, sin olas, transparencias verdeazuladas, nado con tortugas y con delfines, acuariums con tiburones, cocoteros, plantaciones de plátanos, música calipso improvisada sobre tambores metálicos. El Caribe es algo próximo a nosotros, mar hermano donde los nuestros fusionaron su identidad, dejaron su huella.