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Midlands, la palidez británica

La vida está llena de tópicos y uno bien sabido es éste: Inglaterra sería un país perfecto si tuviera un mejor clima y una mejor alimentación. Sin duda es una sociedad diferente a la nuestra, pero no tan diferente. Por ejemplo: los fines de semana por la noche los jóvenes beben como cosacos en plena calle desafiando el frío con poca ropa. Igual que en Madrid o en Canarias, el alcohol hace que la gente entre en calor. Un inglés no necesita aprender otro idioma, el inglés es la lengua franca de hoy, el inglés es la lengua global. He aquí otro tópico. Cierto que el ciudadano inglés se cree autosuficiente en lenguas pero también es verdad que poco a poco el español se abre camino, peleando con el francés y el alemán, y con ganas de quedarse con buena cuota en las universidades. El Instituto Cervantes ya hace lo suyo, y firma convenios con centros docentes de primer nivel que ya cuentan con miles de alumnos de español.

Lo cierto es que desde Mánchester a Leeds y desde Birmigham a Liverpool, atravesando las tierras del norte y las Midlans, la lluvia se instala como nuestra compañera habitual de comienzos de noviembre. Pasado el Halloween, la decoración navideña luce con todo su esplendor por todas partes. El inglés es de rituales que saben mucho de la tradición, de pintas de cerveza, desayuno con beicon y huevos frutos, veneración al matriarcado de sus eficientes reinas, culto al pasado. Del gusto por la historia. Las praderas verdes y húmedas de las Tierras Medias, las sucesivamente dedicadas a vacas blanquinegras, a ovejas bien marcadas por sus propietarios, a caballos. Los trenes recorren plácidamente la campiña y nos llevan a estas ciudades serenas de belleza victoriana en las cuales el ladrillo rojo convive con los pequeños rascacielos a lo Manhattan. La pálida belleza del norte y esa insularidad nada acomplejada sino todo lo contrario: apabullante, como corresponde a un país que fue el dueño del mundo y que todavía es una primera potencia universal. Un país multicultural que a los canarios no les resulta extraño, tales han sido y continúan siendo los vínculos de la agricultura, el comercio, los servicios, el turismo.

El centro de estas ciudades que visitamos Rosario Valcárcel y yo está lleno de comercios, de bandas de música, de grandes almacenes, de Zaras y Mangos, de bancos que ha comprado algún que otro banco español. A primera vista, daría la impresión de que podemos hablarles de tú a tú a los británicos. Pero se trata de una mera ilusión óptica. Distintos desarrollos, diferentes estilos. Una televisión pública admirable, una televisión privada que aunque programa reality shows como cualquiera tiene mucha más dignidad que la nuestra. Una prensa que todavía se lee en papel, unas bibliotecas que funcionan bien, unas universidades que figuran entre las mejores, unos estadios de fútbol o de críquet o unas praderas de golf que recuerdan la conveniencia de la vida al aire libre.

Estas cuatro ciudades que menciono son antiguas pero también dinámicas, tienen sus catedrales góticas, sus buenos museos y sus edificios neogóticos como corresponde, sus parques donde el césped crece sin complejos, sus relojes que marcan sonoras campanadas a lo Big Ben, sus teatros y sus auditorios de música. Son ciudades amables, poco estresantes. Una mañana de sábado, desde Mánchester salen seis vuelos seguidos a nuestras islas: dos a Tenerife, dos a Fuerteventura, dos a Gran Canaria. Los aviones van repletos, pues aunque la libra está algo deprimida los precios desde aquí siguen siendo muy buenos. Y es que el inglés, igual que el alemán, es un gran viajero: le gusta descubrir el mundo. Al inglés le gusta Canarias, sobre todo desde que pasa Halloween y llegan los fríos. A los insulares, ya se sabe, siempre nos salva un asiento en un avión.

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