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Palmero de ida y vuelta
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Liverpool

El puerto de la ciudad de Liverpool, mítico para la poesía canaria por el poemario de José María Millares Sall, te decepciona bastante. De entrada, porque se trata de un aséptico puerto en la desembocadura de un río que entró en crisis en los años setenta, y que hoy ofrece un conjunto de muelles de ribera, muelles de diseño, monumentales y tecnificados, muelles con menos barcos pero con abundancia de museos y recordatorios, muelles ausentes de aquellas multitudes de hombres alcohólicos y sudorosos que describía José María: Vosotros que de cada rincón saltáis de una bodega a otra / como sapos de azufre ardiendo, como tristes pezuñas de lagarto, / para husmear el rojo carbón de las calderas, / para darle vida al hierro como al alba le dais su fruto…  José María se dejó llevar por su sueño de un Liverpool efervescente, un Liverpool que sentó las bases de su riqueza en el tráfico de esclavos durante el siglo XVIII, cimiento de una historia naval gloriosa que arrancó en la desgracia de miles de hombres y mujeres de África.

También decepciona porque uno tiene la imagen engrandecida de lo que fue el imperio, cuando a mediados del XIX la mitad del comercio mundial pasaba por aquí, cuando entraban más de 30.000 barcos al año con materias primas y salían con tejidos elaborados en la vecina Mánchester. Pero lo que Liverpool ha perdido en dinamismo lo ha ganado en edificios artísticos y en galerías de arte, en suntuosas y monumentales presencias, en calles peatonales que desde comienzos de noviembre muestran una animación extraordinaria porque la Navidad es la gran fiesta anglosajona, la fiesta con mayúsculas, uno de los poquísimos momentos en que la familia se reúne para celebrar algo. Bajo la permanente lluvia caminamos desde la monumental estación al conjunto de museos próximos, edificios de gran contundencia. Una notable arquitectura, solemne, pesada, definitoria del apogeo que la urbe tuvo en el pasado, y en la que hoy se intercalan modestos rascacielos. Resultan empalagosos los cruces de peatones, pues con esto de la conducción por la izquierda uno se arma un lío.

Una ciudad acogedora, sin estrés, como todas las ciudades provincianas de las Islas Británicas que sin embargo laten con fuerza. El ayuntamiento con sus columnas corintias y su cúpula, la majestuosa estatua de Nelson en el palacio de la bolsa, la enorme catedral. De las pocas ciudades del mundo que retiene a la mayoría de sus universitarios cuando terminan la carrera, una urbe con gran presencia de galerías de arte y de museos, auditorios y teatros, centros comerciales, puestos callejeros donde se venden todo tipo de artículos relacionados con el célebre equipo de fútbol local. Y dejando atrás el ayuntamiento caminamos contra la lluvia hacia el Albert Dock, desde éste nos adentramos por calles que hablan de música. El recuerdo de The Beatles está omnipresente, igual que las omnipresentes cinco copas de Europa de su legendario equipo de casaca roja. Por favor, abridme paso, dejadme cruzar este túnel de plomo, / que quiero ser el primero en llegar con mi sangre a los muelles de Liverpool. Cuando subimos al tren de regreso -por cierto: Liverpool-Mánchester fue la primera línea ferroviaria de todo el mundo-, revolotean por la mente los versos duros como mazazos de un libro imborrable, un torrente de imágenes, la mirada visionaria y cosmopolita de un poeta veterano poco comprendido en su momento, un luchador empedernido por su ardiente palabra, que tan sólo en su último año de vida recibió los honores negados durante largos y casi interminables años de desidia y de olvido.

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