En la tradición literaria insular, la poesía es el elemento clave, el más permanente y tal vez el más definidor. Manuel González Plata, que ha popularizado el seudónimo Bejeque, lo sabe bien. Hombre menudo y nervioso, tuvo una larga dedicación como funcionario municipal y tesorero habilitado. Tertuliano en diversas emisoras de radio, mantenedor en fiestas populares, autor de una obra variada con voz directa. Como él mismo dice, batallador por la libertad y la fraternidad universal. Desde joven cosecha algún premio que muestra la temprana vocación por las letras. Luego tiene que dedicarse a la imprescindible tarea de ganar el sustento y criar a sus hijos, eran tiempos de escasez. Tiempo de ausencia es uno de sus mejores producciones, "mi libro más sentido y llorado, escrito en 15 días". En el tiempo de espera de una grave intervención quirúrgica a su esposa.
Intimismo dolorido, en la línea de Alonso Quesada y Saulo Torón. Verso corto, dinámico, como señala Leoncio Afonso en el prólogo. El amor a la esposa, la casa, el paso del tiempo, la crianza de los hijos. La separación forzada se hace intensa, un drama acecha. De pronto / con un gesto sencillo. / Con el sencillo gesto / de tus dedos, / me has dejado tu anillo. / Nuestro anillo de boda. / El de todos los días. El de andar por la vida. El tiempo y la ausencia, dos motores esenciales para este poeta que también posee una voz solidaria, una voz social, la voz de los que han de estar atentos a las injusticias. En el libro Idafe, ocho voces solidarias, González Plata comparte páginas con Félix Duarte, Pedro Hernández, Luis Cobiella, Mª Nieves Samblás, Miguel Fernández Perdigón, Elsa López y Francisco Viña: pudiéramos decir que está en compañía de casi la plana mayor de la literatura palmera. Allí se reafirma nuestro hombre como poeta intimista y social, cotidiano. Un poeta de las cosas sencillas, humildes, con rasgos de Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez o Pedro Salinas, que exhibe una notable variedad temática y que ha procurado evolucionar de manera natural. Como señaló Domingo Acosta Pérez "siembra cariciosamente la reflexión honda y dibuja el concepto de contemplar los avatares y acechanzas de este mundo, como parte integrante de una hermosa obra de arte." Veamos la sencilla y honda definición que hace nuestro poeta de su isla natal: Quiero cantar a mi tierra / que es un grito vertical. / Un surtidor hecho fuego / latiendo en el ancho mar. / Un preludio y un poema, / una cadencia… un cantar. Emociona también González Plata cuando evoca los molinos, la caída de un laurel de Indias por el viento en plena Navidad, la Quinta Verde. El hombre y su entorno, el ser humano y el medio en el que nace, crece y muere. Una isla a la que llaman Bonita, que todavía conserva un paisaje elemental, hecho de pinares, fuentes, nieblas, huertas de medianías, plataneras, invernaderos. Una isla cada vez más apreciada por los extranjeros, en la que varios miles de foráneos residen de modo permanente o semipermanente.
En suma: una isla de verdor y literatura que por desgracia hoy en día tiene un bajo nivel cultural, una escasa demanda cultural de sus habitantes, pero que es el lugar donde hubo una intensa floración periodística hasta la guerra civil, donde crecieron los poetas barrocos del XVII, el Vizconde del Buen Paso, el vigoroso Antonio Rodríguez López, el humor intencionado de Domingo Acosta Guión, el buen hacer de Félix Duarte, Luis Cobiella, Elsa López y otros autores ya consolidados, pero con el añadido de voces como la de María Nieves Samblás que merecen un mayor reconocimiento en el archipiélago. Manuel González Plata, poeta de la casa y de la calle, es un hombre bueno, un hombre atento a los acontecimientos del mundo. Un hombre que vive en una isla que es síntesis de todas las islas, de todos los mundos. Un hombre bueno, atento y generoso. Un poeta de cuerpo entero.