Todos necesitamos límites, y los adolescentes también. Hace algunas décadas, los psicólogos pusieron en circulación una tesis que por entonces resultaba novedosa y digna de ser alabada. A los niños y adolescentes no hay que reprimirlos, tienen que ser libres, no hay que castigarlos ni física ni psicológicamente. En realidad, venía a imponerse aquel lema del liberalismo: Dejad hacer, dejad pasar, que tanto furor hizo en la Ilustración. Eran tiempos en que se elogiaba la libertad del mercado, la iniciativa individual, el libre albedrío frente al intervencionismo del Estado, frente a las monarquías absolutas. Como prueba del ambiente que disfrutamos, en la universidad de Sevilla se anuncia que se permitirá copiar a los estudiantes en los exámenes, y se precisa que posteriormente, tras la revisión de los exámenes, se decidirá lo conveniente. Que hagan lo que quieran, este viene a ser el lema de estos momentos. Lo que sucede es que en muchos centros educativos se ha producido una pérdida de autoridad tan enorme por parte del profesorado -consecuencia a su vez de la falta de autoridad de los propios padres- que cada cual hace lo que le viene en gana. Vivimos por y para la comodidad, adiós a la cultura del esfuerzo, al estudio, al trabajo serio y responsable. Los políticos andan en sus dimes y diretes, incapaces de articular un pacto de Estado por la Educación más allá de las rivalidades partidarias. Nunca ha llegado ese acuerdo de base en la historia patria y parece que difícilmente llegará en el futuro inmediato.
Pero entre la eliminación del mérito y la falta de disciplina en las aulas, en medio del ambiente de abulia, indiferencia y pasotismo, muchos adolescentes crecen en pleno desconcierto. Todo esto empieza en la propia niñez, donde los padres tolerantes de nuestros días dejan que sus tiernos retoños impongan sus sacrosantos caprichos, de este modo surgen unos comportamientos horrorosos de los niños de 4, 6, 8 y 10 años. Los desastres se van acumulando y cuando llegan a la adolescencia y a la posterior juventud ya son difícilmente recuperables. Dice el sindicato ANPE que el 43 de los docentes en España presentan daños psíquicos como consecuencia de su trabajo y que son frecuentes episodios de angustia y de depresión. España ocupa un alto grado de deterioro entre los países europeos, ya que el absentismo laboral, el fracaso escolar y la posesión de drogas arrojan índices muy preocupantes. Los padres se lavan las manos, se inhiben, traspasan su responsabilidad al profesorado. Colaboran poco, no se atreven a imponerse a sus hijos y éstos -intuyendo la falta de referentes- tienen unos comportamientos que muestran clara tendencia a ser lamentables. Pequeños tiranos.
Por supuesto que hay una minoría de padres que sí conocen sus obligaciones y sus posibilidades, pero se hallan en franca minoría. Tal vez el problema de base sea que en España se ha confundido la democracia con la mala educación, el clima de supresión de referentes éticos y morales, la ausencia de todo signo de actitudes responsables. Como decían los antiguos, hay que cuidar la libertad para que no llegue el libertinaje. De ahí que veamos episodios como el de una niña de 15 años que agrede y muerde a su madre porque ésta le dice que los fines de semana debe llegar a casa antes de las 3 de la mañana. Padres que denuncian a sus hijos, hijos que denuncian a sus padres. Por ahí circula la generación Ni, que ni quiere estudiar ni trabajar ni hacer algo que valga la pena. Tan sólo vegetar delante de la Play Station, los episodios del Gran Hermano, el Facebook y otros entretenimientos de la red. No todos los jóvenes son así, por suerte: también los hay solidarios, voluntarios de misiones sociales, colaboradores de ONGs. Pero lo cierto es que la educación es un terreno resbaladizo en el que deberían aparecer otras actitudes, otras conductas, otras maneras de afrontar la libertad.