Nunca pudo imaginar Rudolf que su único varón habría de salirle trotamundos y explorador pero ni siquiera su madre logró retenerlo cuando emprendió viaje a la India y Pakistán, empeñado en capturar el nirvana. Cuando tenía 19 a Günter no le interesaba la fábrica de textiles que su padre fundó para él en Bangla Desh sino tan solo el encuentro interior, la purificación de su kharma. Pero algo debió sucederle cuando en Nueva Delhi conoció a Britta Odenbach, medio alemana y medio inglesa, y con ella voló hacia Creta y luego a Marrakech. En la ciudad roja, en la gran plaza de Jemaa-el-Fna, entre encantadores de serpientes y contadores de historias se les presentó Oliver Vom Bruch, austriaco embaucador de ojos azules. Y aquel curioso trío saltó a Fuerteventura, planicies desnudas, acantilados rugosos y plantas esqueléticas. Permanecían horas dentro del agua, incluso los tres aprendieron a amarse mientras cebaban olas. Les resultaba reconfortante la frescura del mar, la fuerte salinidad, la impregnación de algas.
La arena era blancuzca, granos minúsculos que acuchillaban el rostro. Günter y Oliver eran distintos: uno con ataques de soberbia, otro con tendencia a ensimismarse. Juntos formaban un pequeño batallón férreamente unido por la chica. El archipiélago era hechicero: en cuanto el recién llegado comenzaba a degustar su savia le generaba una dependencia de la que era difícil escapar, a esa enfermedad la llaman la magia de las islas. Durante semanas compartieron el flujo de vida, unidos por el alcohol, la yerba y el deseo hasta que dio con Britta el detective que contrató su padre y no tuvo otro remedio que decirles adiós. Sin ella los chicos discutían con facilidad mientras cabalgaban las dunas y las llanuras, las orillas de escuálido matorral y los arenales removidos por el viento.
-Tenéis que dar el salto. Dejad de ser niños. Tan solo eso les dijo Britta en la única carta que les mandó desde Londres. Ella tenía la misma edad pero era más sabia. Desalentados por su ausencia, los dos competidores acabaron sus días una noche de noviembre en que la borrachera los fue sumergiendo en aquella punta embrujadora que los atrapó sin remedio, era la madrugada y Britta, abrazada al mar, era como una sirena que los estaba llamando para coger olas.