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Sexo, corazón y vida
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Suena el móvil

-¿Quién es?

– Pepa Marcos. ¿Está Iván?

 – No                     

– Perdone que la moleste.

– No pienso perdonarla.

– Es que tengo que hablar urgentemente con él.

– ¿Cómo se atreve a llamar aquí?

– Por favor señora, no me grite que acabo de sufrir un desmayo.

– Por mí como si se le para el corazón.

 De "Mujeres al borde de un ataque de nervios


Desde que Eugenio tiene móvil, no deja de hablar y hablar.

Empiezo a pensar que le resulta imposible vivir ya sin él. No deja de sonar, y su sonido nos puede arruinar una tarde. Volverme loca o quizá cometer un crimen, ese pensamiento se me pasa por la cabeza. Pero no puedo controlarlo, no puedo hacer nada.

Quién iba a pensar que un aparato inventado por el hombre tuviese conciencia, parpadeara, latiera como si escondiese un corazón. Tomara fotografías, hablara, te felicitara por tu cumpleaños y encima ahora pone a los usuarios a tono mostrándoles unas modelos muy sexy.

Me hacía la competencia, se rebelaba contra mí. Tenía la capacidad de hacerme sentir mal ¿sería su aura siniestra? En presencia del móvil, él ya no era nada mío. Lo exhibía como un trofeo, lo llevaba a todas partes. Notaba que -igual que un gato- marcaba sus límites, su espacio.

Lo más curioso es que Eugenio antes se molestaba si alguien escuchaba sus conversaciones, y ahora no tiene el menor pudor.

Es capaz de conversar en lugares insospechados. Recuerdo que cuando me llamaba desde una cabina telefónica, se aseguraba primero de cerrar bien la puerta. Le daba vergüenza que otra persona pudiera escuchar lo que decía. Producía sonidos con ese tono susurrante que se suele utilizar en las iglesias, así si había alguien esperando su turno casi ni podía escucharlo. La intimidad de las cabinas le gustaba, se convertía en otro rincón de su dormitorio. Un espacio para confidencias.

Dejó los estudios de Derecho. Para él su mundo era una jaula, un lugar poco apropiado para los vivos. Una cárcel donde se estanca, desfallece entre estudios, cursos, certificados y títulos. La verdad es que posee talento y físico, que no suelen ir juntos. Ahora trabaja en una inmobiliaria. Tiene 35 años y no cree en el amor. No quiere una relación seria. Yo, Mireya, no he cumplido los 30. Desde hacía un tiempo era su amiga predilecta y creía ciegamente en el amor, por lo tanto estaba condenada a llevarme desengaños. Pero siempre que podíamos nos escapábamos a su apartamento, dos horas para estar a solas, para descansar sobre su pecho. A mí me gustaba defender nuestro espacio, nuestra intimidad.

Nos veíamos un par de veces a la semana para hacer el amor. El podía olvidarse de su cepillo de dientes pero nunca del cargador del móvil. No le gustaba desconectarlo. Eso me ponía nerviosa.

-No puedo permitir que se me estropee una operación por no coger a tiempo una llamada.

El es así: inquieto, un manojo de nervios.

Un día estábamos en el apartamento los tres: Eugenio, el móvil y yo. Abrazados en la cama nos dábamos un largo beso. El poseía una energía, unos arranques increíbles, como si tuviese mucha prisa. De pronto el móvil empieza a sonar, provoca un estallido oscilante. Ambos recorremos sus formas, su alma, llena de malicia. A Eugenio le brilla el rostro. Se derrama, estira el brazo, lo alcanza, lo envuelve. Cree recargar la batería con el calor de su mano. Sujeto a él igual que una ventosa echa un vistazo al número. El sonido invadía la habitación, se metía entre las sábanas, nos sobaba, entraba en mi piel, me arañaba, me devoraba poco a poco. Descuartizaba el romanticismo, era un sonido sin poesía, duraba una eternidad.

Por fin pulsaba el botón de contestar, se diluía. Nos quedamos en silencio, en un silencio momentáneo. Su cara reflejaba seguridad, no lo podía disimular. Era la señal de que todo iba bien. Entonces surgía su verdadero carácter. Actuaba sin importarle lo que ocurría.

-Oiga, oiga ¿es Eugenio?

-Sí, diga.

-Espera,  es una voz de mujer -me dice él mientras desplegaba la oreja sobre el móvil igual que un elefante.

-Soy Juani. Le llamé hace unos días por el piso ¿se acuerda?

-Sí, sí, dígame. Juani, Juani. Déjame pensar. Eres Juani.

Titubeaba con la mirada perdida.

-Juani la de Schamann.

No podía aguantar la risa, me tapó la boca con sus manos, no fue muy dulce.  

-Calladita -me decía.

La habitación era muy pequeña, la lujuria y los negocios se derramaban. Parecía que las clientas nos espiaban, que jugaban con nosotros al escondite. Unos extraños celos me dominaban, era ridículo. Me lanzaba miradas de circunstancias, con ojos fatigados. Todo era tan complicado como separar la ola de la arena.

-Ah, sí. Juani la de Schamann -afirmaba con la cabeza.

La situación le excitaba, le llevaba a besarme con más ímpetu mis orejas, el cuello. Llegó a mis pezones, los tocaba, los chupeteaba con la boca, con la mano que tenía libre, con la mirada. Yo contemplaba su cuerpo desnudo, brillante, lleno de lunares. No me atrevía a moverme, a jadear, ni siquiera a ocultarme. Me sentía igual que cuando me hacen una radiografía y me dicen la famosa frase: "No respire". Su lengua quería descubrir los pliegues y repliegues de mi piel. Me estremecía:

-¡Basta, por favor!

No me hacía caso, se volvía y se revolvía, me mordisqueaba. A través del teléfono nos llegaban sus palabras.

-¿Se acuerda de mí? Le oigo entrecortado.

-Déjame pensar. ¿Eres Juani? Sí, tu nombre me suena. ¡Claro, eres Juani! Sí que me acuerdo -asintió sin dudas, con la seguridad de que se jugaba uno de sus más deseados placeres: una buena comisión.

Espectador de nosotras, se entregaba a su juego favorito, se consagraba a las cosas que más le gustaban en la vida: el sexo y el dinero. La mezcla de mi cuerpo desnudo y la voz de la clienta lo aceleraban, le incrementaban el deseo; se convertía en manos, dedos, piel sobre piel. Era un viento huracanado, me arrastraba al frenesí.

-Espera un minuto -le dije. Yo temblaba de placer, tenía tanto frío como si estuviera en el espacio. Su conversación con Juani se hacía interminable.

-Es que quería saber si el piso tiene tres habitaciones ¿se acuerda del que habíamos comentado?

-Sí, claro. Tres habitaciones -le costaba un gran esfuerzo hablar, la respiración era irregular.

-Es el piso de la cuarta planta sin ascensor, el que no tiene garaje.

-Lo sé. No te preocupes, Juani. Te estoy buscando una plaza cerca -quizás en el fondo deseábamos que estuviese también entre las sábanas, participando de nuestro juego-.

-¿Por cierto, ya convenciste a tu marido?

-Por mi marido no se inquiete. Eso lo controlo yo.

Nuestras siluetas flotaban en la enorme luna que forraba el espejo del dormitorio, me reflejaba. Yo soy de mediana estatura, bien formada, él se sentía feliz, se agarraba a mis pechos, buscaba protección. Nos gustaba vernos desnudos, nos excitaba, derramaba emociones. Desde pequeña disfrutaba delante de un espejo, lo besaba, le hablaba, le sonreía, curioseaba mi intimidad a través de él. Sus hombros anchos se deslizaban con destreza sobre mí, igual que si escalara una montaña. Sólo el móvil en su oreja arruinaba el decorado.

-¿Y tiene parqué en el salón, como hablamos?

-Déjame pensar. El parqué. Sí, el parqué. Por supuesto, Juani. Haré lo imposible por complacerte. Nuestra empresa es muy seria -Eugenio tenía que disimular la risa-. Confía en mí.

-Si tiene parqué, mejor. Nos gusta el parqué.

Mi impaciencia era grande, le hacía señas para que cortase cuanto antes. Me subía un sofoco, un no sé qué. Estaba atrapada. Eugenio cubría con su mano el móvil y me decía:

-Espera un poco, las mujeres quieren enterrarme, hasta creen que soy adivino -lo expresaba con ese tono de confesión suyo, con ese poder de convicción. Ese poder que parecía venirle de los dioses.

Nuestros cuerpos se habían unido, su sexo parecía desprenderse, agitarse musculoso y firme dentro de mí, como un oscilante y vertiginoso columpio se deslizaba, atacaba entre contorsiones. Ahora estaba más tranquila, ya no recelaba del móvil. Recibía el placer.

-Entonces ¿cuándo voy a verlo?

-Juani, perdona pero siento decirte que no tengo la agenda a mano -articuló débilmente-. Estoy pendiente de todas las cosas. Me coges en la calle, pero no te preocupes. Te hago una rellamada y fijamos la fecha. En una hora te cuento. ¡No se hable más del asunto!

Por fin se apagaban las conversaciones, recobrábamos la calma. Hambrientos, reemprendimos el amor. Echamos las campanas al vuelo. Los labios que tenía delante dibujaron una encantadora sonrisa.

-Olvidémoslo todo -dijo.

Nos tocamos, nos acurrucamos de nuevo. Lo atrapé fuertemente entre mis muslos, cerré mi vulva, me movía como si estuviese en una noria, sentí su sexo bombeando en mi intimidad. Nos poseímos bañados por el extraño efecto, por el encanto de la llamada.

Eugenio y el móvil eran tan dependientes el uno del otro que -sin saberlo- no podían vivir separados. Descubrimos nuestras íntimas dobleces, nuestros sueños.

De pronto se escuchó una exclamación violenta, una convulsión ruidosa, agitada. Su gárgola manaba con vigor y energía. La alegría no tenía límites.

-¿Se encuentra bien? ¿Le ha pasado algo? ¿Qué ha sido ese grito? -preguntó la clienta, no había cortado.

-No -contestó en tono arrebatado-. No es nada, Juani. Estoy muy excitado, las ventas me hacen sentir como un niño de siete años jugando al monopoly.

Relato entresacado de mi libro "El séptimo cielo".

www.rosariovalcarcel.com

 

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