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Sexo, corazón y vida
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La boda con el mar

Venecia
Tú máscara mía surgiste
del mar envuelta en sonatas cristalinas…
        Las máscaras de Afrodita

Siempre Carnaval

     Desde pequeña me gustaban los desfiles, los aires marciales, las trompetas y los tambores. Me introducía en el misterio de la Semana Santa cuando la banda de música rompía el silencio con una explosiva vitalidad.

      Ahora contemplaba el cortejo de las comparsas semidesnudas que sacudían sus cuerpos y se despojaban de las preocupaciones, los sombreros con plumas de colores que llegaban volando desde el óceano y derramaban gritos y risas.

       Las comparsas iban vestidas igual, y seguían el mismo ritmo. Las sentía acercarse, surgían entre el bullicio de las murgas y las charangas. Se metían conmigo. Y de repente, en medio del fragor, oí la voz de Raúl. Recorrí con la mirada los alrededores y casi no lo reconocí -bajo la apariencia de príncipe medieval-, me gritaba de una esquina a otra.

       -¿Qué haces sin disfraz?

        Ese año el motivo del carnaval era la ciudad construida sobre las aguas. Sí, era un carnaval veneciano. Miles de mascaritas se habían echado a la calle, buscaban los placeres y la provocación.

         Entonces volví a casa y encontré aquel vestido de la madre de mi madre, aquel maxi vestido que en su parte superior dejaba relucir un misterioso cuello almidonado con una blusa de blonda con tres botones delante, que se podían desabrochar con facilidad. Me acordé de los consejos de mi padre, de sus valores tradicionales, de las llamas del infierno.  

         ¡Estás muy sexy y muy atractiva!  

          Eso dijo Raúl cuando observó mis senos voluminosos a través de la blusa transparente. La luz de las farolas ceñía las formas de mi cuerpo y él se quedó fascinado con mi atuendo, con la transformación. Lo sedujo. La reina llevaba un vestido titulado "El sueño de un volcán". Con máscaras o a cara descubierta vivíamos una tarde loca. No nos importaban los chismorreos, éramos desenfreno.

         Yo muy cerca de él me ovillaba con su gesto seductor, con su olor. Me gustaba su olor, lo aspiraba y lo lamía con suavidad. Él se agarraba como un pulpo a mi cuerpo: sus manos en mis pechos, en mis muslos, en mi cintura, en mi cuello. Me sentía sofocada.

      Siempre me asustaron las máscaras.

      Reparé en el paisaje de las calles y las fachadas que me habían visto crecer, la catedral ultrajada en el pasado y seductora en el presente. Intentaba distraerme con la explosión de los colores, con el vértigo de una alegría que parecía tan irreal, que me daba miedo que en cualquier momento un gran silencio fuese a empañar el ruido, a paralizar los bailes, a convertir en sapos a la multitud. Cuando de repente con aquellos acordes en los oídos y el pecho a punto de escapárseme por la boca, le escuché decir:

       -Hazme un favor desabróchate la blusa.

        Y sin querer sus palabras me hicieron rastrear en mi memoria, en las palabras turbias de mi amigo de la infancia, Fede. Ambos éramos adolescentes.  

        El hecho de que mi amigo, me pidiera que me quedara con los pechos libres, que respirase a través de ellos, que le permitieras mirarlos, me llenó de confusión y de miedo. Era arrogante y su rostro expresaba codicia, ganas de comerme. Yo era coqueta, joven e insegura y por supuesto que me gustaba, pero éramos tan jóvenes.  El dominó la situación y no sé por qué me abrí entera, le mostré mi desnudez, quizás atraída por ese apetito fabulador con que los hombres dicen lo que piensan o porque sabía que si se lo contaba a mi madre me daría una paliza y me diría:

        – Quítate de mi vista. ¿Cómo te atreves a echarle la culpa a ese pobre chico?

         Me llegó su olor, su deseo, si desde la punta de los pies al último de mis cabellos.

          Siempre me asustaron las máscaras.

          Mi padre me había contado que se usaban para realizar ciertos rituales, que encarnaban a semidioses, seres mitológicos y espíritus malignos.

           La sensación del recuerdo viene a ser como la del hambre. Aquella noche la sentí más que nunca. Y sin saber la causa me vi de nuevo en la habitación donde el pudor me llevó a bajar la vista; envuelta en la mirada de mi compañero fui testigo de la agitación de su cuerpo, del balanceo delirante oculto entre sus piernas, con una intensidad que parecía estar fuera de control. Como aquel día sentí de nuevo su respiración igual que una frenética música que rebosaba.

           Quería morirme pero seguí allí, medio desnuda, exhibiéndome para él. Quiso acariciarme pero me aparté y cerré los ojos para no sentir nada. Aquel sonido me acorraló. Después aseguró que me quería, que lo sentía… Sus palabras dejaron de tener significado.  

           Fue una hoguera que apagó la magia de aquel amor adolescente.

          -Déjame tocarte.

                                                                                                          Continuará.

 

 

 

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