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Sexo, corazón y vida
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La boda con el mar

A lo lejos las carrozas seguían su desfile, pesadas estructuras competían por lograr el premio, luchaban con el viento. Tiraban caramelos. Todos se saludaban: encuentros, abrazos, estampidas de libertad. Turistas y gentes de muy diversos orígenes aprovechaban la oportunidad para escapar de sí mismos, gastar bromas y bailar y bailar sin cesar hasta el amanecer.

El mundo hervía de deseos y yo andaba alborotada, escuchaba el amor a mí alrededor. Lo olía, lo percibía. El sexo lo controlaba todo y sorprendida lo espiaba pero fingía que no miraba. Sucedían muchas cosas nuevas. Me reía como una recién nacida, sin control, y estaba tan feliz que no quise luchar contra las normas.

Raúl y yo nos subimos a una carroza que semejaba la galera llamada Bucentauro y parecía que vivíamos en un mundo dorado, en el mundo lejano de la vieja Venecia cuando los nobles celebraban sus esponsales con el mar. Él, entusiasmado, me besaba las manos, la mejilla, los ojos. Un ligero viento pretendía levantar mi amplio vestido y yo intentaba mantener la compostura, sin dejar de sonreír, pero él me besó cerca de los labios, me besó en la boca y me llegó el deseo. El corazón me empezó a latir a toda velocidad y me puse colorada.

Nos habíamos conocido hacia unas semanas y los dos habíamos pasado por otras historias amorosas desgraciadas: historias de culpas y de indiferencias, pero ahora lo pasábamos bien juntos y en tan poco tiempo habían sucedido tantas cosas nuevas…

Porque aquella noche la música, la luz y el vestuario nos habían escogido a nosotros para navegar por la calle más bella del mundo e igual que los antiguos venecianos hacer el mismo ritual. Así atravesamos el Puente de los Suspiros, el Rialto y los otros puentes sobre el Gran Canal. Me imaginé el repiqueteo del mar, las góndolas y el susurro de los gondoleros. Y con las manos unidas arrojamos al azul un anillo improvisado y un ramo de rosas rojas. El viento conjuró el sortilegio.

Para algunas ancianas que presenciaban el desfile, la atmósfera era algo pecaminosa, por eso miraban recelosas las lentejuelas que cubrían el cuerpo de las bailarinas, y una de ellas llego a decir que la juventud no tiene vergüenza, que se han olvidado de la religión, que estaba para algo, y que las mujeres de hoy en día se degradan con sus comportamientos.

Después bailamos en las sombras y yo cerré los ojos y suspiraba. Me dejé llevar por la música, por sus murmullos tiernos, por los besos en el cuello, en la boca que me llenaba de saliva. Por el brazo de Raúl alrededor de mi cintura y, en algún momento por su mano atrevida que llegó mucho más abajo, tan abajo que sentí que sus dedos hormigueaban en mis profundidades. Entonces mi placer se hizo intenso, cada vez más intenso. Experimenté una gran conmoción y asustada me eché hacia atrás.

       -No te vayas, -me susurró con su voz ardiente.

Y no me fui, estaba allí volando, dando vueltas y más vueltas por su horizonte, descubriendo su cercanía, la calidez de su aliento, los nuevos olores, los nuevos sabores.

Me comía a pedacitos, derrochaba energía a raudales, se desplazaba de un lugar a otro, de la tierra al cielo; ligados como aguas borrachas, aquella noche de carnaval inventamos nuestro placer, y nos olvidamos de los miedos y los malos recuerdos.

Aquella noche, el carnaval nos envolvió en un sueño, en el sueño que evoca las risas cómplices, en el sueño de hombres y mujeres locos de deseo. En los sueños que hablan de sexo y de amor ardiente.  

www.rosariovalcarcel.com

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