Aquella tarde me encontraba tomándome un café con un amigo, el cual es maestro de una escuela pública de niños de entre 7 y 8 años, y hablando sobre determinados temas que ocupan la política municipal, se me ocurrió la idea de hacer un estudio con sus alumnos, invitándome el mismo a que lo realizara personalmente. Un día después me personé en su clase, me presenté ante los niños, y comencé el estudio. Pregunté uno por uno cuál era el empleo de sus padres. Misteriosamente los niños sabían el empleo de cada padre, sin dudar ni un momento. Cual acontecimiento planetario, sabían decirme incluso los empleos anteriores de sus progenitores. Anonadado ante tal memoria de los impúberes entré en otras clases, incluso de niños más pequeños, resolviendo mi pregunta sin dudar un instante. Ante tales respuestas, volví a introducirme en la primera clase, y espontáneamente les comuniqué muy resuelto: “Yo no sé en qué trabaja mi padre”. Los niños comenzaron a mirarme raro, enarcando sus cejas, y mirándose unos a otros como si estuviesen viendo a un loco, o peor aún, a un mentiroso. Mi amigo observó mi cara de espanto y dijo: “No te sorprendas, esa misma cara pusiste tú cuando leíste la noticia de que cierto concejal del ayuntamiento no conocía la profesión de su padre”. Ante tales acontecimientos, surgió en mí una gran duda: ¿Qué es peor, un mentiroso o un adulto desmemoriado al mando de una importante institución?