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Cultura
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Club de lectura 'La Plaza de la Poesía'

Será porque el libro que ando leyendo (Acuarela para Urban Sketchers, de Felix Scheinberger) está repleto de color, de sus orígenes, historias y anécdotas curiosas; que tras la lectura de los tres últimos poemarios del club de lectura “La Plaza de la Poesía” de la Biblioteca Pública Municipal María Nieves Pérez Acosta de Los Llanos de Aridane, las reflexiones que me asaltan tiene sobre todo que ver con la luz transmitida por cada autor y cómo ésta se refleja o se absorbe en los pensamientos y sentimientos de cada lector.

Si tal y como se señala en el libro Acuarela para Urban Sketchers “la luz del color y los colores que empleamos para pintar son cosas muy distintas”, hay también una gran diferencia entre la luz y colores de un determinado poema y cómo percibimos, entendemos y reaccionamos ante los mismos cada uno de nosotros. La lectura de un poemario puede concebirse como un viaje a través del color escrito y descrito en sus páginas, porque ante las sugerencias de cada tonalidad en verso cada lector evocará experiencias, ideas, recuerdos distintos; siendo en el contraste de esta objetividad vs. subjetividad donde el intercambio de opiniones y conocimientos aportará cuestiones interesantes sobre las que recapacitar.

En la poesía de Rimbaud hay derroche de color, cómo no haberlo para alcanzar tal plenitud sensorial y naturalista. Si Rosana Acquaroni emplea menos colores es quizá porque la rotundidad del dolor expresado en su poemario “La casa grande” no requiere de algún atrezo, solo el blanco de su madre, de la noche, del armario permite ser bálsamo para tanta herida. En cambio, en la poesía completa de Jon Fosse, el color asume una extensa significación, incluso se contradice y se mueve, como el mar, como el viento, como las imágenes del ángel y del perro que habitan en sus páginas. 

Hace ya varias semanas debatía con mi padre sobre la necesidad de trascender de cualquier iniciativa cómo ésta por ejemplo, los clubes de lectura. Si trascender es entendido como provocar repercusión social, es evidente que la cultura no tiene por qué ser ruidosa, es más, restaurar el silencio quizá sea parte de su indispensable compromiso, vista la sociedad en la que vivimos cada vez más propensa al ruido y al circo mediático. Contar con actividades culturales menos numerosas quizá sea una buena forma de recuperar el diálogo tranquilo, el debate, el contraste de ideas, frente a la masiva palabrería con la que nos bombardean las redes.

Es en momentos como estos: “en periodos como éste de la cultura occidental, en que lo visible es tan aplastante que sume en la sombra más opaca a lo que con ella no se aviene” (Hacia un saber del alma, de María Zambrano), en los que el discreto y minoritario hacer cultural es más trascendente, pues solo a través del mismo las creencias, los valores, los conceptos hallarán lugares para el contraste, para la duda, para la construcción de respuestas que no asuman porque sí las propuestas que se venden.

Al final, arrojar un poco de luz es preservar la capacidad de expresar y expresarnos, como en un club de lectura. Y las iniciativas de este tipo brindan temáticas desde las cuales abordar una puesta en común significativa que ponga en relación concepciones distintas o similares sesgos. Si cada individuo participante comparte su punto de vista, habrá una apuesta colectiva que redundará en una actitud más tolerante de cara a una sociedad más justa y participativa.

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