Cuando Dios cubrió a María con su sombra, José sintió celos de Dios. Sí, sintió celos: aún no sabía que también a él Dios lo había cubierto con su sombra (la sombra de Dios no es otra cosa que el amor). Desde entonces José amó aún más a su María y empezó a darse cuenta de que ni el mismo Dios podía decir lo que él: su María. No era cuestión de propiedad: era mirarla día a día como siempre, tan igual cada día después del tremendo regalo que el riquísimo Dios le había hecho: era verla feliz, como antes, exactamente igual que antes, con su delantal único, con la pobreza misma que ni aún ahora permitía imaginar el modo de adquirir los tres pañales dentro de poco necesarios y mucho menos la cuna. La amaba y la admiraba porque estando en situación de privilegio no lo usaba, incluso se olvidaba de él. A veces, ante la falta de algo urgente, él decía: pide, le darías una alegría a Dios, y ella no pedía… y condenaba así todos los mercados del mundo y de la historia. Una noche crítica no encontraron donde parir al hijo de Dios; pide, insistió José desesperado, y María le dijo que no necesitaba nada porque seguía teniéndolo todo: el amor de José.
Dos mil años después un villancico repitió la historia. Sonará de madrugada su música pegadiza, como debe ser, como lo sería Jesús: pegadizo. Sus palabras son éstas:
La Virgen María va a tener un niño, San José la mira con mucho cariño. La Virgen no tiene sino un delantal: no tiene cunita ni tiene pañal; pero San José le ama de tal modo que a ella le parece que lo tiene todo. Ya puede sin pena nacer el Señor; no le falta nada porque encuentra amor.
Esa noche sintió Dios celos de José.
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