Espacio de la exposición del "Grupo La Palma" dedicado a Leocadio Ortega.
La Casa Salazar acogió anoche un cálido y auténtico homenaje al poeta barloventero Leocadio Ortega Hernández, fruto del encuentro que el escritor Nicolás Melini ha promovido, coincidiendo con la Feria de Libro, de la generación de autores palmeros en cuya trayectoria ha tenido mucho que ver Elsa López y Ediciones La Palma.
De este modo, se han reunido en estas fechas algo más que una generación de autores palmeros, porque realmente no es tal generación, sino un grupo de "amigos" que representan lo más destacado de la creación literaria de la isla en las últimas dos décadas. Nombres como Antonio Abdo, Antonio Arroyo Silva, Antonio Jiménez Paz, Inmaculada Hernández, Anelio Rodríguez Concepción, Ricardo Hernández Bravo, Nicolás Melini y Maiki Martín Francisco, a la que también hay que añadir Luis León Barreto, se han reencontrado. Pero anoche tenía todo el protagonismo el único ausente del "grupo La Palma", quizá el más potente de los poetas, Leocadio Ortega.
Fue el propio escritor pasense Ricardo Hernández Bravo quien en la presentación del acto se refirió al autor de Prehistórica y otras banderas como "el más grande de los poetas del grupo". Recordó que cuando leyó esta obra, publicada por Ediciones La Palma, "descubrí una obra genial, apabullante, que te noquea; como cuando leí a Juan Gelman o a César Vallejo. Son seres tocados por el don de la palabra".
Para Hernández Bravo, la poesía de Leocadio Ortega es, "sobre todo, lenguaje. Una cima a la que pocos le es dado llegar". Pero que, como mucho de los grandes poetas, naufragó en la vida".
Elsa López, la madre literaria de todo este grupo, levantó el tono de la emoción evocando una serie de recuerdos de Leocadio Ortega, especialmente la presentación de su único libro de poemas, en cuya presentación, en la Casa de la Cultura de Barlovento repleta de vecinos, el poeta, cuando le tocó intervenir, guardó silencio, roto por el aplauso caluroso del público. La escritora palmera tuvo también palabras de gratitud y reconocimiento hacia Carlos Hernández, trajador jubilado de RNE, que fue quien le puso en la pista del poeta de Barlovento.
Anelio Rodríguez destacó la deuda literaria que existe con el poeta barloventero y la necesidad de publicar su obra en una edición digna. El escritor también estableció paralelismos entre la obra de Ortega y el Lorca de Poeta en Nueva York o Walt Withman…hasta su pérdida que lo vincula con Rimbaud: "Fue un niño hasta que se murió". Asimismo destacó que un crítico de tanta importancia en España como es Jorge Rodríguez Padrón "nunca escatimó elogios para Leocadio Ortega".
Anelio Rodíguez, antes de que el escritor Antonio Arroyo leyera un poema dedicado a su memoria, o las voces de Nicolás Melini, Elsa López, Maiki Martín, Inmaculada Hernández o Antonio Abdo recitaran algunos de sus versos, leyó un artículo que escribió cuando se enteró del fallecimiento de Leocadio y que reproducimos íntegramente:
Con el mismo escalofrío con que recibiera meses atrás la noticia de su muerte, pronuncio en voz alta el nombre de Leocadio Ortega, siquiera para recordar la grandeza de su exigua obra poética. Valga la antítesis como un palmetazo en la conciencia de todos, incluso de quienes fuimos hasta cierto punto indulgentes con sus extravíos y con la morbidez de un carácter que tantas veces lo trajo y distrajo por el camino de la amargura.
Los versos de Leo, que en conjunto ciertamente no son muchos y de hecho en esencia están más que representados en un excepcional libro de apenas cincuenta páginas, Prehistórica y otras banderas (Ed. La Palma, Madrid, 1990), rezuman la gracia y la belleza de lo genuino y un vigor lírico que para bien se desborda más allá de los cauces habituales de la poesía española contemporánea. Leo llegó a transmitir el valor libérrimo y liberador de las palabras, nunca inocentes, siempre inflamables, jugosas como ciruelas robadas del árbol del bien y el mal. Desde adolescente las mordió sin reparar en los peligros de su sabroso veneno, ese licor que obnubila e incita a levantar un vuelo tan alto, tan alto, que sólo lleva al vértigo paralizante.
La personalidad de Leo, un puzzle con demasiadas piezas aún por completar, respondía al arquetipo del genio atormentado y dipsómano, ese mito romántico que, como otras improntas del liberalismo decimonónico, nos empeñamos en preservar de la posmodernez. Muy pronto demostró que tenía talento, vaya que si lo tenía, pero su convulsa vida interior lo condujo a una neurastenia que por sistema le negaba el pan y la sal hasta convertirlo, como personaje de novela por entregas, en un auténtico poeta maldito (los poetas malditos de verdad, no de pose, son los que se maldicen a sí mismos). Ácrata y pusilánime ante los retos de la simple supervivencia cotidiana, acaso su mayor drama no fuese otro que el de la autocompasión por no poder coronar la cima que durante años todos entreveíamos y deseábamos para él. No nos engañemos: aunque su quemadura persistiese estigmatizándolo por dentro y por fuera, la llama sagrada de la poesía fue efímera para Leo: se le apagó antes de disiparse la inocencia de juventud. Quizá por eso quedó atrapado sin remedio entre los rescoldos del mayo del 68 y aun entre las cenizas de un republicanismo idealizado, a la imposible izquierda de la izquierda imposible. Atrapado en el mismo círculo final en que Max Estrella se estremece y dice "Estoy mascando ortigas" y "Estoy muerto".
Ese círculo cerraba un poso de vino y, ahora lo sabemos, un pozo inmenso de agua de mar y noche. Allí el dolor se hace memoria que nos concierne por afecto y por admiración.
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