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Opinión
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Esperanza

Río Nieva, afluente del Marañón, al inicio de la Amazonía peruana.

Al llegar la tarde, en nuestra casa de El Agustino, en Lima, cuando se apagan las obligaciones, siempre surge en el entorno de la cocina una conversación. “¿Es que estamos perdiendo?”, pregunta esta vez un compañero que formula como cuestionamiento lo que casi nos parece una evidencia al contemplar algunas evoluciones de nuestro mundo contemporáneo y de nuestro entorno más inmediato. Efectivamente, quizás podemos decir que en muchos aspectos estamos perdiendo: menos oportunidades para la igualdad, el autoritarismo alcanza creciente credibilidad, el deterioro medioambiental parece imparable, la guerra se retoma por doquier y la mentira y el ruido pueblan la comunicación haciendo casi indiscernible la realidad. Sin embargo, no desesperamos. Se nos hace cada vez más evidente que la esperanza no radica en una conclusión positiva a partir de la lógica de los acontecimientos. Pero tampoco la esperanza es un acto irracional que se despega de lo que el ser humano es y muestra.

Una esperanza pequeña
Por más que algunos acontecimientos pesen, hay algo en nuestro vivir que nos pide ser más, ser plenos e, incluso, ser siempre. Esa propensión hace gravitar el cambio que se manifiesta por doquier en la realidad. La aparición de la vida inteligente, capaz de hiperobjetivar, conocer y entenderse como sujeto apunta en una dirección que se nos muestra todavía no terminada. Somos esa parte de la realidad que toma conciencia de sí misma y eso alienta en nosotros una responsabilidad impresionante: hacer de esa realidad un hogar. Heidegger atribuía al “ser-ahí” la tarea de pastorear lo real, no de dominarlo o someterlo, sino de escucharlo para que se muestre. Para el filósofo alemán, sin embargo, este pastoreo declina en el tiempo. La muerte deviene como la negación última de toda esperanza trascendente personal. El estructuralismo avanza todavía más al asegurar que, finalmente, no solo el yo acaba por ser una apariencia, sino que el nosotros subsiste poco más que un instante en la cronología inasumible del cosmos. Lévi-Strauss lo formulará así: “Me habré pasado la vida inventariando instituciones que también desaparecerán. El mundo comenzó sin el hombre y acabará sin él”. Por más que anhelemos ser más, ser plenos, ser siempre… sólo nos quedaría la esperanza pequeña y, en cierta manera, solo como una ilusión del microtiempo en el que vivimos.

La cultura del rendimiento y la satisfacción inmediata
En una sociedad donde la productividad y el rendimiento se reclaman como un resultado inmediato, la esperanza está lógicamente en crisis. Así lo asegura Byung-Chul Han quien entiende que no dejamos espacio para un anhelo de futuro porque solo valoramos lo inmediato: lo quiero todo, lo quiero ya. Atribuye a tres procesos la responsabilidad sobre el descrédito de la esperanza: la sociedad digital, con su presión por la rapidez y la satisfacción inmediata; el mundo desencantado, nacido de la expulsión de la espiritualidad y las religiones del espacio público; y, finalmente, la sociedad del rendimiento que nos pone en un proceso de optimización que acaba produciendo el queme desesperanzado de quienes se comprometen con cualquier proyecto. En una sociedad así, la esperanza es una contracultura, una forma de resistencia cultural y espiritual. Han lo reclama.

Teología de la esperanza
Es evidente que para la tradición cristiana, la esperanza obedece al don ya dado y al don que no deja de darse. No al mérito o al cálculo de la lógica de la eficiencia. Rahner, teólogo alemán, apunta a la realización última -escatológica, dirá él- de ese ser más, ser plenos, ser siempre. Lo subraya como un don que no niega ni el sufrimiento ni la muerte, pero que se conforma como confianza frente al inabarcable Misterio de lo real que él entiende como Misterio de Amor, Luz y Vida.
Frente al fatalismo de los estructuralistas (un mundo clausurado en sí mismo tanto en el espacio como en el tiempo), Jurguen Moltmann formulaba en Teología de la Esperanza, 1966, la creación como futuro abierto en el que participa la humanidad. La historia no esta predeterminada, sino que se va construyendo en la estela del alzamiento del Cristo, no como un hecho fijado en el pasado, sino como una promesa que tiene lugar en todos los tiempos.
Para Ellacuría, el filósofo asesinado en la guerra civil salvadoreña, esa esperanza escatológica compromete a las personas a orientar su vida histórica, la personal y la social en esa misma dirección de ser más, ser plenos, ser siempre; y esto, por más que sea donación, es también lucha radical: transformación de las estructuras sociales injustas. A eso llamamos hoy reconciliación: con cada persona, con la familia humana, con la creación entera y con ese Misterio de amor originario al que llamamos con un término de origen griego: Dios.

Epílogo: ¿vamos perdiendo?
¿Vamos perdiendo? En realidad, perdemos solo si desistimos. Y entonces, más bien, nos perdemos. Ante la constatación del aparente triunfo de los dañadores, nos perdemos solo si nos retiramos de esa misión nuestra que, de un modo u otro, se describe como el oficio mismo del crucificado-resucitado: traer consolación y proponer reconciliación. En esa tarea (misión) anda cada día la inmensa mayoría de las personas de nuestro mundo, aunque no suelan ser protagonistas de las redes y los medios. Si en vez de retirarnos afrontamos, las mil derrotas no nos llevarán a la perdición, sino que nos abrirán siempre a una promesa que ya se cumple y siempre requiere otro paso. Si no desistimos, solo nos queda agradecer.

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