Es otoño en Madrid. Son las siete de la mañana y entre tostadas y café comienza un nuevo día. Dejo la taza sobre la mesa y me dispongo a mirar por la ventana. Debe hacer frío pero yo no lo sé. La calefacción crea en mi casa de estudiante un clima artificial. Artificial es la palabra clave.
El café también es artificial. Aquí no hay cafeteras, y aunque las hubiera no habría tiempo para esperar a que el calor del fuego alumbrara un café con aroma y sabor. Cada mañana recuerdo con nostalgia el olor que recorría cada habitación de la casa de mi abuela en La Palma, y despertaba mis sentidos en torno a las seis de la mañana, o el sonido peculiar de la vieja cafetera de la finca en la que, muy de vez en cuando, trabajaba con mi padre. Una vieja amiga que decidió dejar este mundo, mi padre, mi hermano y yo acompañábamos con un poco de coñac el café de las siete para empezar a trabajar.
Mientras leo con escepticismo EL PAIS, fumo el cigarrillo matutino y disfruto con algo de jazz, busco en el ambiente el olor a sal. Me gustaría abrir la ventana y sentir el olor característico de La Palma, la humedad y el cielo inmenso que nos arropa y acompaña día tras día. Irremediablemente hay un sentimiento que me funde con la isla de La Palma. Ni soy patriota ni soy nacionalista, pero sin duda le tengo un amor a La Palma, que es imposible que le tenga a Polonia. Cuando uno nace junto al mar, vive con la eterna condena de necesitar el mar para existir, para crear e incluso para morir. Joaquín Soroya definió a Madrid como el lugar en el que se vive por ser el centro neurálgico y artístico de España, pero para crear, se necesita el mar.
Abandono el pequeño piso y subo al ascensor. Compartimos cinco vecinos cuatro metros cuadrados. Como es costumbre entre los palmeros doy los buenos días. Nadie responde. Todo el mundo finge no conocerse. Toda persona pierde su identidad dejando de existir. Desisto, resulta muy difícil cuadrar un círculo. Me abstraigo y con la ayuda de la música de mi amigo Alberto de Paz, o de Rosana me transporto hasta mi paraíso en la Macaronesia, La Palma.
Mi reflexión puede dar lugar a equívoco. Madrid es la ciudad de las oportunidades, cargada de historia y de gente sabia y en muchos casos, acaudalada. Y por si fuera poco, la ciudad te otorga una libertad incomparable a la de cualquier pueblo. Sin embargo, la pérdida de identidad es un precio muy alto que cabe plantearse si pagar o no. En La Palma pasa todo lo contrario. Por lo general, sabemos más de la vida del vecino que de la nuestra, pero eso no nos preocupa porque siempre habrá alguien que se encargue de conocer y gestionar la nuestra.
Después de casi una hora de atasco, intento encontrar un hueco para entrar al Metro. Mirar a los ojos y sonreír es poco menos que una ofensa. Las caras representan la pesadumbre de tener que levantarse y hacer algo que no nos gusta para más tarde comprar algo que, por lo general, no necesitamos. La estampa del vagón y las gentes con síndrome de manía persecutoria evoca al Auschwitz más profundo. A veces me resulta increíble la cantidad de cosas que tenemos que hacer para vestirnos, comer y dormir bajo un techo.
Disculpen mi atrevimiento por escribir desde Madrid, aunque como dijo Larra, escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla; como en una pesadilla abrumadora y violenta. Con mi boina y mi maleta de cartón, como hicieron nuestros viejos para cruzar el charco, he llegado a Madrid. Llenaré la maleta de sueños y de recuerdos y es probable que algún día vuelva a La Palma. Pero si algo tengo claro, es que moriré junto al mar.
Javier Betancor estudia periodismo en la Universidad Complutense de Madrid y en este artículo de opinión hace una reflexión sobre los sentimientos de un joven palmero que busca oportunidades en Madrid.
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