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Carta al Sr. Muerte

Lucas López.

Según el Institute for Health Metrics and Evaluation (IHME) de la Escuela de Medicina de la Universidad de Washington, en enero próximo el número de fallecidos por Covid 19 en el mundo rondará los tres millones de personas. La experiencia vivida en marzo y abril, así como los números crecientes desde agosto, nos dicen que la muerte, rodeada de dolor y tristeza, seguirá venciendo a nuestros recursos sanitarios y sociales. ¿Tiene sentido tanta muerte? De alguna manera, ese es el tema de la Carta al Sr. Muerte, dirigida por la teóloga alemana Dorothee Sölle (cuyo 91 cumpleaños celebraríamos el próximo 30 de septiembre) en la introducción a su último libro. “Mística de la muerte”, así se tituló, es una publicación póstuma e inacabada, presentada por su editor y marido (Fulbert Steffensky) como el capítulo que faltaba a la obra que más valoraba Dorothee, “Mística y resistencia” (1997). En la epístola introductoria, Sölle escribe: “Soy consciente de que tenemos que bailar al compás que usted toque, y yo, enredada en diversas luchas contra sus empleados, no me asusto”. Sölle retoma la pregunta por el sentido del dolor y la muerte y lo hace como teóloga: ¿Dónde está Dios en medio del sufrimiento humano?

Dietrich Bonhoeffer – inspiración para Sölle -, líder cristiano resistente frente al nazismo, ahorcado por Hitler cuando apenas faltaba un mes para la rendición del Reich, se acercaba a esta cuestión como “teología de la muerte de Dios”. Bonhoeffer reacciona así al panorama planteado por Nietzsche en “La Gaya Ciencia”: la desaparición del concepto metafísico de Dios. Heidegger, filósofo de tono existencialista, seculariza la expresión: más que de la muerte del Dios de la teología, habla de la muerte de todo horizonte absoluto de esperanza, el final de todo “dios”. Quedamos sin criterio desde el que valorar y juzgar lo que una cultura hace con sus grandes ideales (la bondad, el poder político, el bien común…). Más adelante, los estructuralismos hablarán del final de los grandes relatos, del final de la modernidad. Sölle, por su parte, apunta que el Dios sobre el que se sostienen las grandes instituciones está, efectivamente, muerto, y que, sin embargo, vive en las víctimas (el crucificado) – a eso llama mística – y en quienes luchan por una sociedad más justa – actividad a la que considera resistencia -. En realidad, muestra la influencia de las teologías latinoamericanas de la liberación y se une a la más europea teología política. Si el lenguaje científico mata al Dios de la metafísica (el de las grandes instituciones y relatos), nos queda el lenguaje del arte, la experiencia mística y el comportamiento moral (el de la espiritualidad, la interioridad y el compromiso ético y político de personas y comunidades).

En “La Peste”, publicada por Albert Camus tras el drama brutal de la 2ª Guerra Mundial (1947), se describe una ciudad mediterránea, Orán, sometida a la enfermedad. Si Sölle nos habla de resistencia, el protagonista de la novela, doctor Rieux, apuesta por construir sentido con su labor médica y política allí donde la desolación y la muerte introducen el absurdo. Si Sölle nos presenta la muerte del Dios de las grandes instituciones, el humanista Tarrou, amigo del doctor, cree que la respuesta a la peste es una pregunta: “Justamente. ¿Puede uno ser santo sin Dios? Es el único problema concreto que admito actualmente”, observa Tarrou.

Finalmente, si Sölle nos habla del Dios presente en las víctimas, la novela nos presenta la evolución del jesuita Paneloux: en un primer momento, sentencia la culpabilidad general ante el castigo divino que llega a todas las personas y nos señala como responsables de tanto dolor y tanta muerte. Toca hacer penitencia para clamar perdón por nuestro pecado. Sin embargo, tras la muerte de una niña inocente, cambia su mensaje. Tarrou describirá así el último sermón de Paneloux: “Cuando la inocencia puede tener los ojos saltados, un cristiano tiene que perder la fe o aceptar tener los ojos saltados. Paneloux no quiere perder la fe: irá hasta el final”. Efectivamente, el jesuita morirá enfermo, sin comprender la muerte del inocente, pero fiel al seguimiento de un Dios crucificado. El mismo Dios que Sölle encuentra en las víctimas.

En su Carta al Sr. Muerte, Sölle se muestra desafiante y afirma que está enredada en diversas luchas contra los empleados de tal señor – quienes se benefician, personas y sistemas, del dolor y la muerte de otras personas -. Esa resistencia solidaria, distante del “Resistiré” (Duo Dinámico, 1980), himno más autorreferencial cantado desde los balcones durante el confinamiento de marzo, aparece como una exigencia ética en un mundo donde, gracias al egoísmo y la soberbia de unas personas, otras mueren, son asesinadas o, sencillamente, se las deja morir en soledad. A diferencia de Camus, sin embargo, Sölle no cree que en esta lucha y resistencia estemos emulando a Sísifo que sube con enorme esfuerzo la piedra por la ladera de la montaña para ver cómo cae sin remedio de nuevo a la base; y es que el crucificado es, para Sölle, el resucitado que habita nuestra historia en un misterio de liberación: “no puede resucitar quien no ha muerto”, nos deja escrito. Y es que, en contraste con Bonhoeffer, más entregado a la fórmula de la muerte de Dios, Sölle, descreída del Dios institucionalizado (el del patriarcado modernista), lo reconoce en la lucha de cuantas personas resisten. Dios no es el ausente en la historia de “La Peste”, ni de la Covid 19. Enferma y muere y cada persona que enferma y muere es el Dios crucificado. Pero también suma espíritu y fortaleza a quienes trabajan. La resistencia -asociada de forma habitual a la ascética cristiana – deviene así en mística.

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