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Lo bueno, lo malo (¿y lo que hay por medio?)

Lucas López.

Llegué a Roma en septiembre de 1993, un mes después de que Juan Pablo II publicara “Veritatis Splendor”, sobre fundamentación moral: en síntesis, decía que, por mucho que la conciencia personal tenga valor, hay cosas que no se pueden permitir, porque son un mal en sí mismas. Iba a estudiar a la Academia Alfonsiana tras tres cursos en la Facultad de Teología de Granada, viviendo en Almanjáyar, con la comunidad gitana. Al salir del Aeropuerto Leonardo Da Vinci, nos recibió una pintada enorme: “Attenti, zingari” (cuidado con los gitanos). Juan Pablo II tenía razón: el racismo es un mal en sí mismo.

Años después, a mi vuelta de Paraguay, nuestra sociedad vivía un debate. El Gobierno de España (PSOE), promovía la Educación para la ciudadanía (2004). A juicio de parte de la sociedad, el Estado usurpaba así una función que correspondía a las familias y a la sociedad civil. Otras personas pensaban que corresponde al Estado educar en unos valores morales comunes. Vinieron luego otros debates sobre el modelo de familia o la ética en las fronteras de la vida. Parece que a la Iglesia le cuesta más que a otras instituciones evolucionar en la línea que marca la opinión pública. ¿Es así?

Para ensayar una respuesta, lo primero es decir que parece buena noticia que una institución busque referentes éticos diferentes a la opinión dominante. Los responsables de la Iglesia, más que buscar formulaciones aceptables en nuestro ambiente, quieren transmitir con fidelidad lo que a su vez recibieron. Por eso, es decisiva la Palabra y, al menos en el mundo católico, su interpretación en los dos milenios de historia eclesial (Tradición). No obstante, Palabra y Tradición muestran que el maestro de Nazaret fue innovador y propuso una visión ética propia y que la misma historia del catolicismo no deja de ser una gestión del cambio con fidelidad creativa. La Iglesia cambia y cambia el modo en que da razón de su esperanza.

De hecho, la segunda mitad del siglo XX es un tiempo de cambio. Antes y después del Concilio Vaticano II, se revisa la pastoral, la liturgia y la presentación del misterio cristiano. La teología introdujo pistas diferentes: las propias raíces del cristianismo, una exégesis bíblica más afinada y las nuevas ciencias humanas. No se trataba de cambiar la fe recibida, sino de conocerla mejor y formularla con el lenguaje actual.

¿Se podía hacer lo mismo con la moral sexual o la moral de la vida? Probablemente, Bernard Häring (1912-1998), teólogo alemán marcado por las consecuencias del nazismo y la guerra, intentó esta vía. En 1954 publicó “La ley de Cristo”. No era una propuesta preocupada por identificar y cuantificar los pecados. Anclaba su reflexión, por un lado, en la vida cotidiana y, por otro, en el convencimiento del don del amor de Dios para con su humanidad (la Alianza, sobre todo la Nueva Alianza, centrada en Jesús, su vida y su mensaje). Frente a una moral que parecía quedarse en la norma, la prohibición, la obligación y el miedo, propuso una ética de la libertad y la responsabilidad, empeñada en tomar conciencia de la realidad y en una praxis del seguimiento de Cristo. Se trataba, por tanto, de volver a las fuentes del Evangelio y, usando las aportaciones de la psicología y la sociología, partir de la experiencia de vida de la gente.

Por supuesto, la posición de Häring fue contestada por otros teólogos. Destaca Carlo Caffarra (1938-2017), mucho más joven que Häring, que sospechaba que el moralista alemán y su escuela sometían la verdad recibida al consenso social o a las opiniones de las diferentes propuestas psicológicas, sociológicas o políticas. Caffarra, muy centrado en la moral de la familia, respondía fuerte y subrayaba que la verdad del Evangelio no depende de la aceptación de la misma por parte de la sociedad. Afirmaba que la Ley Natural es un mandato moral sobre qué es el bien y qué el mal y que es vinculante para toda persona, cultura y sociedad. Añadía que el Evangelio y la tradición de la Iglesia son una norma claramente aplicable en cada momento y circunstancia.

La influencia de Caffarra, considerado el teólogo del papa Juan Pablo II, fue creciente. De hecho, el 6 de agosto de 1993, el papa presentaba “Veritatis Splendor”, recogiendo en buena medida las tesis fundamentales de Caffarra: la moral católica se define a partir de la Palabra, la tradición y la razón que busca la ley natural inscrita en el corazón humano. Las personas no podemos, como intentaron Adán y Eva, comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, porque es propiedad exclusiva de Dios (o de la naturaleza). Para Häring, el documento pontificio mostraba “una desconfianza que hiere” (título de su comentario en The Tablet) sobre el trabajo realizado por su generación: se minimizaba el papel de la conciencia y se descartaba la necesidad de revisar las enseñanzas morales recibidas en función de los nuevos datos que da la experiencia.

El debate entre los dos teólogos moralistas no nos es ajeno. En realidad, la mayoría de las personas tenemos un “Caffarra” dentro que clama que hay cosas justas e injustas y que eso no depende de la opinión o la conciencia. Pero también, la mayoría de nosotros lleva un “Häring” dentro que dice que no podemos defender las formulaciones morales como si no hubiera cambiado el mundo y que nuestra conciencia personal y los consensos sociales a los que llegamos son decisivos para determinar qué es el bien y qué el mal.

En los ochenta, cuando estudiaba Filosofía en Comillas, el profesor Augusto Hortal nos decía que en Ética las cosas no son ni un extremo ni otro, pero tampoco su justo medio. Para invitarnos a reflexionar sobre nuestra capacidad de determinar qué es el bien y qué el mal, solía decir: “Si lo que echas por la puerta se te cuela por la ventana, es que es importante que esté en casa” (lo cito de oídas). Cada decisión ética pone en juego ambas almas de nuestra humanidad: la certeza de que no da lo mismo el bien que el mal y la que nos dice que el juicio sobre el bien y el mal puede cambiar con la experiencia y la influencia de las culturas. Al final, entre una y otra siempre podemos preguntarnos si nuestras decisiones tienen víctimas. Ese no parece mal criterio.

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