Lucas López.
El pasado mes de octubre (22) se cumplían 55 años del fallecimiento de uno de los profesores más queridos de los estudios teológicos: Paul Tillich. Se trata de un pensador fronterizo cuyo talante, el de constructor de diálogos, tiene origen en su propia experiencia vital.
Tillich nació en 1886 como el hijo mayor de una pareja de caracteres opuestos. Del padre, de origen prusiano, Tillich dice: “mi padre era un hombre pensativo, muy austero, plenamente convencido y, ante cualquier duda, defensor acérrimo del punto de vista luterano-conservador”. Su madre, de origen renano, tenía el poder de crear entornos afectivos y convertirse así en el poder blando detrás de aquel hombre autoritario y culto. La juventud de Paul Tillich estuvo marcada por la cultura paterna y el talante marcial de los prusianos, cuya estética lo sedujo: lo hizo amante de los uniformes y los desfiles. Toda esta dimensión militarista se derrumbó cuando sus ojos se abrieron al horror y la muerte durante la Gran Guerra, en la que participó como capellán del ejército alemán. Así nos dice el historiador Gibellini: “…después de la batalla de Verdún, en 1915, se despide del optimismo idealista”.
En 1919, cuando Karl Barth publica el estudio que rechaza la teología científica, Tillich empieza a enseñar en Berlín y lo hace en dirección contraria: afrontando la relación entre fe y cultura. Tillich entenderá las fronteras no como brechas que separan insuperablemente, sino como oportunidad para el encuentro, el diálogo y, si me permiten, el mestizaje. Así, cuando buena parte de la sociedad europea vive el enfrentamiento entre religión y socialismo y la revolución rusa quiere expulsar lo religioso de la vida pública, Tillich lidera el grupo de reflexión que en Berlín pone en diálogo cristianismo y socialismo. Por entonces, entabla amistad con Horkheimer, el padre de la teoría crítica, y dirige la tesis que permitirá la habilitación de Theodor Adorno como profesor de Frankfurt. En 1933, su postura académica llama la atención del régimen nazi que le quita la habilitación para enseñar. Tillich marcha a los EE.UU. donde será profesor en Nueva York y, más tarde, en Harvard. Por eso, no es extraño que Tillich piense su vida en términos de migración. En una conferencia, citada por Cibellini, se dirige así a la población migrante de EE.UU.: “La historia de la revelación, cuyo centro es Cristo, comienza con una emigración”.
Durante los dos últimos siglos, la frontera entre religión y cultura se puede vivir como un distanciamiento creciente que hace imposible toda conversación. Pero Tillich defiende que cabe y es perentorio un diálogo que, por un lado, redefine lo que entendemos por religión, y, por otro, muestra que la cultura es interdependiente con la religión. Para hacer esta labor, la del diálogo entre la dimensión religiosa y la cultura humana, Tillich busca un método propio al que denomina “correlación”.
Lo cierto es que, cuando miramos nuestra cultura, con sus múltiples déficits de justicia y misericordia, es posible que sintamos que Cristo debe oponerse y denunciar la cultura humana; sin embargo, buena parte de la tradición católica, que bautiza y celebra todo lo bautizable y celebrable, suele imaginar una respuesta diferente: la fe mejora toda cultura, porque, de algún modo, la fe está por encima de toda cultura. Tillich, con su metodología de la correlación, quiere mostrar que es posible, por supuesto, el diálogo entre fe y cultura, pero siempre aceptando que esos diálogos iluminan y transforman nuestra comprensión de la fe como también iluminan y transforman nuestra vivencia de la cultura.
En visita a Mauritania, en 2016, para que Llobel S.J., responsable de la entidad financiadora, conociera de primera mano el proyecto de ECCA y las necesidades de las organizaciones con las que trabajábamos, constaté la frontera cultural que significa aquella sociedad para un hijo de occidente como yo. Desde las trabas administrativas hasta la alimentación, desde las vestimentas hasta las convicciones religiosas, todo me resultaba ajeno y producía en mí un rechazo que disimulaba por cortesía. El contacto, sin embargo, con las personas con las que trabajamos en los barrios de Nouakchott, espléndidamente acompañados de Beatriz, nuestra responsable, y de las hermanas de una comunidad de Hijas de la Caridad, me fue mostrando que la experiencia daba lugar al diálogo y la colaboración en las cuestiones de la vida mucho más allá de las meros intereses comerciales.
Paul Tillich parece tener razón: el diálogo enriquece ambos lados de las fronteras. Eso sí, es una conversación que se tiene desde el respeto y la admiración. La noche del 22 de octubre de 1965, cuando fallece Tillich en una clínica de la Universidad de Chicago, un grupo de estudiantes se reunió delante de la misma en una espontánea procesión de antorchas. En presentación de su pensamiento y persona, el profesor Garrido sintetiza: “Final coronado de reconocimiento y aplauso, pero madurado en el esfuerzo, en la lucha, en la incomprensión y en muchas contradicciones”. Parece que en este tiempo nuestro en el que tenemos la tentación de leer las cosas desde las brechas y las fracturas, toca seguir la reflexión de un hombre en continua peregrinación, de un pensador fronterizo.
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