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A propósito de Tomás

Lucas López. Archivo.

Cuando era más joven, celebrábamos el 28 de enero con fiesta: no íbamos al Instituto. La mayoría de nosotros no sabíamos prácticamente nada de Santo Tomás, nacido en 1225 en el castillo de Roccasecca, cerca de Aquino, motivo de nuestra celebración. Falleció con 49 años en 1274, después de haber vivido en Montecassino, Nápoles -en varias ocasiones-, París -en dos largos periodos-, Colonia, Valenciennes, Orvieto, Roma, Viterbo y Fossanova, en cuya Abadía falleció camino de Lyon, donde iba a asistir como consejero pontificio al Concilio.

El de Aquino es un gigante. Consiguió su doctorado con 31 años y hasta su muerte, dieciocho años después, escribió, además de tres “summas” (Theologica, Contra Gentiles, Sobre Sentencias), tal número de escritos que la Edición Leonina, encargada por León XIII en 1879, lleva 40 volúmenes de un total de 50 proyectados. Además de sus escritos, su legado es toda una tradición, una escuela teológica, el Tomismo, con un periodo clásico hasta el siglo XV, que evoluciona durante el periodo del Barroco y se actualiza en diversos neo-tomismos durante los siglos XIX y XX.

Precisamente a comienzos del siglo XX, en 1912, un jesuita, el profesor Guido Mattiussi, de la Universidad Gregoriana, redactaba Las veinticuatro tesis de la filosofía de Santo Tomás. El documento, aprobado por la Congregación de seminarios y universidades, pretendía fijar un pensamiento único e indiscutible para la Iglesia Católica. El propio Papa, por entonces Pío X, escribía: “La tesis capital en la filosofía de Santo Tomás no se va a colocar en la categoría de opiniones que puedan ser objeto de debate de una manera u otra, sino que deben ser consideradas como los cimientos sobre los que se basa toda la ciencia de las cosas naturales y divinas”. En ese sentido, a comienzos del siglo XX, la Iglesia Católica consideraba indiscutible el pensamiento central de aquel genio del siglo XIII.

Años después, un dominico, Marie-Dominique Chenu, se refería así al documento redactado por el profesor Mattiussi: “Esta lista de tesis tenía como efecto extraer de santo Tomás un aparato filosófico, dejando aparte el fondo mismo de su pensamiento y de su teología. No se hacía ninguna alusión al mensaje evangélico. Desgajaba la doctrina de santo Tomás de la historia, la destemporalizaba y hacía de ella una metafísica sacra”.

Es importante caer en la cuenta de que la filosofía, sin quitar ni un ápice el valor de Aristóteles o Platón, recorría nuevos caminos (Descartes, Hume, Hegel, Kant, Nietzsche, Marx…). La pregunta que se hacían los teólogos católicos de la primera década del siglo XX era esta: ¿se puede respetar el valor del trabajo de Aquino y hacer una teología que dialogue con el idealismo, el empirismo, la fenomenología o el propio marxismo y recorra caminos nuevos? Los intentos de respuesta supusieron debates duros y fuertes acusaciones, pero no es algo nuevo en la historia del pensamiento. Así, el titulado  “Libro del anticristo y sus ministros y contra los peligros de los nuevos tiempos” se escribió no a comienzos del siglo XX para condenar a los teólogos que cuestionaban el tomismo, sino en pleno siglo XIII, para rechazar a Santo Tomás y San Alberto Magno, que se animaban a incorporar críticamente las principales claves del pensamiento de Aristóteles a la hora de hacer teología.

Sin embargo, un acontecimiento con fuerte olor anticlerical, en 1903, ayudó a cambiar la perspectiva. Por entonces, Emile Combes, presidente del Consejo de Ministros de la República de Francia ejecutó la expulsión de las órdenes religiosas del país. Los dominicos franceses marcharon a Bélgica y allí, en un antiguo convento del Císter denominado Le Saulchoir (El Saucedal), pusieron en marcha su centro de formación para los jóvenes religiosos expulsados de Francia. Bajo el liderazgo de su primer rector, Ambroise Gardel, en aquel ambiente de exilio se emprende otro viaje: el de la teología católica académica hacia la modernidad.

Gardel marcará el rumbo de aquella escuela dominicana hacia una teología menos especulativa y más atenta a la Palabra de Dios, la Biblia, a la que, usando la terminología científica al uso, considera como “El dato revelado”, obra que publica en 1910. Esa manera de hacer teología incorporaba los instrumentos de la ciencia histórica y la lingüística, el análisis riguroso de los textos. El impulso fundacional de la escuela de Le Saulchoir, presentado reflexivamente unos años después (1937) por el que pasó a ser su rector Marie Domique Chenu, no reniega de Santo Tomás: “Retornar a santo Tomás significaba recuperar ese estado de invención y creatividad con que el espíritu retorna, como a la fuente siempre fecunda, al planteamiento de los problemas, prescindiendo de cualesquiera conclusiones adquiridas desde siempre”. Sin embargo, en 1942, la obra de Chenu pasa a engrosar el índice de libros prohibidos por los censores de Roma. Aun así, veinte años después, el autor asistirá al Concilio Vaticano II en calidad de experto.

Tras mi bachillerato y algunos estudios de historia en Sevilla, entré en la Compañía de Jesús y, al acabar el noviciado, retomé los estudios universitarios en la Universidad de Comillas, en su Facultad de Filosofía. Nuestro modo de hacer Filosofía y luego Teología, en Granada, no era ya un estudio de las tesis, antítesis y síntesis de Santo Tomás y del tomismo. Por supuesto, estudiábamos a los clásicos y las asignaturas de historia de la filosofía tenían un lugar importante en el currículo. Pero nuestros estudios estaban abiertos a “filosofar sobre los problemas”, en palabras del historiador Etienne Gilson, un tomista. No podemos menos que agradecerlo a aquellos dominicos que, expulsados de Francia, se refugiaron junto a un saucedal y emprendieron el camino de un nuevo modo de acercarnos al Misterio.

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