Lucas López.
Me emocionaba durante el confinamiento de la pasada primavera oír la canción “Resistiré” desde los balcones, la tele, la radio y las redes. Entonces, sin embargo, dejaba en mí cierto poso de melancolía que tiene que ver con la sabiduría popular: “No hay mal que cien años dure… ni cuerpo que lo aguante”. Estos largos meses han mostrado que aquel “resistiré” cantando en primera persona del singular estaba abocado al fracaso y montado sobre cierta alucinación: la de nuestra capacidad personal de montarnos la vida a nuestro modo.
Yñigo López de Loyola, al que hoy conocemos como San Ignacio, fue hombre dado a “las vanidades del mundo”. Tuvo la formación religiosa propia de los varones de su tiempo, pero su juventud y primera adultez no se caracterizaron precisamente por un marcado sentido espiritual. El objetivo de su vida era ascender en los puestos de la corte, el elogio de sus conciudadanos y cautivar a las damas. En el fondo, el dinero, el poder, el placer y la imagen eran el motor de su existencia. Luis del Vall fantasea sobre la vida amorosa del joven galán en una novelita a la que denominó, me parece que con acierto, “Afán de gloria”. Una gran crisis personal, que comenzó como convaleciente durante largos meses tras una herida en el campo de batalla, fue la oportunidad que tuvo Yñigo para mirar con profundidad su vida y dejarse impactar por la espiritualidad.
Si en el buscador Google propongo la pregunta “para qué sirve la espiritualidad”, aparecen muchísimas entradas que, en buena medida, entienden que tenemos que cultivar la interioridad para que la vida tenga sentido. Ese “sentido” vendría de la interioridad y nuestra subjetividad podría dotar de valor a una vida incomprensible, cuando no absurda sin más. Siguiendo aquel refrán que señala que “todo es del color del cristal con que se mira”, parece que la espiritualidad sería la capacidad para cambiar el “color”, la vivencia de la realidad en la dirección que queramos. A lo largo de estos meses, en los que la Covid 19 nos pone una y otra vez contra los límites, las circunstancias han hecho mucho más difícil o han desvirtuado buena parte de aquellas cosas con las que dábamos sentido a nuestro vivir: las relaciones, el negocio, la fortaleza física y el buen parecer. Quizás, por eso, según nos cuentan en la prensa quienes lo preguntan, se haya dado un cierto “retorno a la espiritualidad”. Se nos sugiere que, mediante la espiritualidad, podríamos atenuar la dureza de la realidad aunque no podemos cambiarla.
La experiencia del capitán de Loyola va en otra dirección: la espiritualidad, de raíz cristiana, no trata de cambiar la apariencia de la realidad y de hacernos capaces de determinar el color con la que la vemos. Por el contrario, la espiritualidad ignaciana pretende eludir los espiritualismos de cualquier tipo y hacernos afrontar la realidad como es, sin engaños. Se trata de ir más allá de las apariencias y de nuestra propia ilusión para orientar nuestros sentidos, nuestros afectos y nuestra inteligencia para dar cuenta de la realidad tal cual es y abordar su transformación. Siglos después, en sus “Tesis sobre Feuerbach”, Marx señalaba: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo.” San Ignacio y su espiritualidad pretenden hacernos capaces de una visión real y transformadora del mundo. Claro está que, para eso, hay que ejercitarse o, si prefieren, en términos más actuales, entrenarse. De eso van los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, nacidos a lo largo de un proceso de años a partir de aquel retorno a la interioridad (es decir, a la realidad) del joven oficial guipuzcoano.
En ese empeño transformador, Ignacio coloca el deseo y el don como punto de partida para hacernos capaces de afrontar la realidad. A eso, él lo denomina como el principio y fundamento de la existencia humana: al deseo de vivir como parte de este mundo creado por Dios en gratuidad, respeto y servicio. Ignacio cree que, si trabajamos este deseo y aceptamos el don recibido con la vida que se nos ha dado, nos desenganchamos de las esclavitudes que nos hemos creado, ganamos en libertad, vemos las cosas como son y podemos afrontar la realidad. No se trata de una mirada ingenua que prometa la felicidad a cambio de algunas sugerentes prácticas al modo de los libros de autoayuda. Se trata de colocar ese deseo de libertad y la aceptación agradecida de tanto bien recibido como motor para una historia que pasa por el combate y, por supuesto, también por el fracaso y la muerte.
Estamos a punto de llegar al quinto centenario del 20 de mayo de 1521. Aquel día, el oficial López de Loyola arengó a las tropas que defendían el castillo de Pamplona ante el ejército francés, muy superior en número, y convenció a sus compañeros para que mantuvieran su resistencia. Una bala de cañón dejó malherido a Yñigo. Tras la rendición, los vencedores lo trasladaron a su lugar natal, en el valle del Urola, en Guipúzcoa, la casa familiar de los Loyola. Allí empezó un camino interior que, lejos de convertirse en un ahondamiento estéril en las ilusiones irreales que cultiva nuestro mundo, lo llevó a una aceptación agradecida de su vida y a un deseo de alabanza, respeto y servicio que le hizo ganar en libertad.
Quizás no sea apropiado para este tiempo de pandemia cantar con suficiencia una canción como “Resistiré”, sin duda brillante, pero de marcado individualismo solipsista. Parece una respuesta más apropiada la vía de una espiritualidad que nos hace más capaces de afrontar la realidad y nos remite a una permanente relación con las demás personas de nuestro mundo, con el mundo mismo y con aquel misterio que lo trasciende.
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