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Cuatro notas de reconciliación

Desde hace casi dos décadas, cuando los jesuitas hablamos de nuestra misión, siempre usamos la palabra reconciliación. Se trata de un proceso con varios sujetos: nuestra propia persona, la sociedad en la que vivimos, la creación entera y, ciertamente, por esa vía, la reconciliación con el misterio de Amor al que llamamos Dios. Como llevamos el nombre de Jesús en nuestro propio título, es normal, que al hablar de reconciliación los jesuitas (y los cristianos) nos remitamos a la experiencia y enseñanza del nazareno.

Han transcurrido demasiados años desde que aquel galileo recorriera los caminos de su tierra. ¿En qué sentido es razonable que lo que Él vivió o predicó tenga significación para quienes vivimos cabalgando este inhóspito comienzo del siglo XXI? Además, ¿quién es ese Jesús para reclamar que su nombre, su vida, su palabra se pueda ofrecer a cada persona que viene a este mundo? ¿Qué sabemos de Él? ¿Es el mismo Jesús que el que llaman Jesucristo, el Señor, el Maestro, el Mesías, el Hijo de Dios, el Salvador, el Libertador (¿de verdad un campesino del siglo I tiene derecho a recibir todos esos títulos?). Finalmente, ¿necesitamos reconciliación o nos basta mejorar los acuerdos, las leyes y los procedimientos de relación con las demás personas, con las cosas, con la propia creación? ¿De verdad es necesario hablar de reconciliación?
Nuestro mundo está fracturado y las brechas económicas, culturales, sociales y políticas, parecen reflejar también una ruptura en nuestro corazón y en nuestro modo de relacionarnos con las demás personas, la naturaleza y Dios. Por eso, podemos sugerir que es pertinente esta mirada sobre una escena que el evangelista al que conocemos como Juan narró en torno a un lago.

Después de una larga noche bregando sin éxito, tuvo lugar un encuentro. Al poner la palabra reconciliación en el punto focal de nuestra perspectiva sobre el Cristo, nos situamos junto a un lago en el que unos hombres trabajan sin descanso y sin éxito alguno. Aquellos pescadores pueden simbolizar mucho de lo que nos toca vivir en nuestras vidas. Echan las redes y no hay pesca. La noche es el tiempo oscuro que atraviesa nuestras vidas cuando el conflicto no se ha resuelto con la reconciliación. Pedro dijo: “No lo conozco”. Su llanto, su dolor, se prolonga a lo largo de toda la noche. O, dicho de otro modo, todo es de noche, todo es oscuro, todo es llanto, tras la ruptura con Aquel del que también había dicho: “¿A dónde iremos? Solo tú tienes palabras de vida eterna”. A la vuelta de la noche, cuando la gratuidad del amor del Señor se manifieste en el día que llega, en la pesca y la red rebosante, en la comida común, Pedro tendrá que dar respuesta a esta pregunta: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” Él responderá como quien constata un don recibido: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”.

Sin embargo, en aquel lago de noche dura y reconciliadora no están todos los protagonistas de la historia. En el lago no estaba Pilato. Se lavó las manos. Cumplió con su misión: entregó al nazareno a quienes querían crucificarlo. No hizo caso a la voz de mujer que le advertía que aquel reo era un hombre justo. Así que luego, cuando Pedro tuvo a su lado a quien le dijera: “Es el Señor”, Pilato ya había dejado de escuchar. Tampoco estaba Judas Iscariote. Es que él había planteado las cosas de otro modo. No le gustaba la solución que daba el galileo al conflicto en el que vivían: necesitaban un libertador de hierro y bronce y apareció aquel hijo del carpintero montado sobre un pollino. Luego, las monedas, la traición. El dolor por dentro. La noche que se prolonga y Judas se rinde, se deja comer por la noche. Y no llegó al alba en la que el discípulo amado proclamó: “Es el Señor”. Tampoco estuvieron en el lago ni Anás ni Caifás ni los escribas ni los fariseos. Le pusieron la etiqueta de enemigo y lo dejaron claro: “Uno debe morir por todo el pueblo”. Se fueron a acostar convencidos del deber cumplido. Nunca tuvieron la más mínima sensación de que necesitasen otra reconciliación. No hubieran comprendido para nada la pesca al alba ni la expresión con la que acabó la noche: “Es el Señor”.

Pedro, que lo había traicionado, sí estaba. Para eso, ha tenido que hacer su propio recorrido. El sendero empieza reconociendo que ha habido una ruptura. Pedro tiene clara conciencia de ello. Llora desconsolado y experimenta la esterilidad de su tarea: por más que trata de seguir la misión encomendada (la pesca), sus redes vuelven vacías. Lo segundo: es la aceptación de la pura gratuidad del don de Dios, de su luz. Pura gratuidad por la que las redes se llenarán y necesitarán el trabajo conjunto de todo el grupo para poder arrastrarlas hasta la costa. En tercer lugar aparece el discípulo amado; es el que reconoce y anuncia: “Es el Señor”. Pedro sería incapaz de tanto reconocimiento sin la voz de quien se sabe amado más allá de cualquier condición o encargo. “Es el Señor”, le dicen; y entonces Pedro aprende qué significa la red llena de pesca. En cuarto lugar, está la respuesta: Pedro, el que había dicho “no lo conozco, nada tengo que ver con Él”, ahora salta de la barca, se acerca a las brasas, carga con la red… y ante una pregunta directa, casi sin pensarlo, puede decir: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”.

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