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Opinión
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Fracturas y ética

Bañado Sur, junto a la laguna de Cateura, donde se localizaba el basural de Asunción, era también, a comienzos del siglo, residencia de una pequeña comunidad de jesuitas en la capellanía Cristo Solidario. Antes de vivir allí, mi experiencia de exclusión social pasaba por el tiempo que formé parte de otra comunidad en Almanjayar, Granada, y, luego, durante la última década del siglo XX, los seis años que fui párroco de El Buen Pastor, en el barrio gitano de Los Almendros, en Almería. Por supuesto, durante mi formación como jesuita ya había tenido acercamientos a diferentes rostros de la injusticia, la depredación del medio o la exclusión social. Posteriormente, desde el trabajo en ECCA, pude conocer quizás demasiado superficialmente las condiciones de vida en los barrios de Nouakchott, en las aldeas de Senegal o en las periferias de Bissau. No me parece apropiado considerar la exclusión como un hecho natural o como una suerte de destino fatalista.

Se atribuye esta anécdota a la teóloga alemana Dorothee Sölle: ante la pregunta por el pecado que le hizo un oyente tras una conferencia, ella contestó: “Tiene razón. Yo como plátanos. Con cada plátano que me como, estafo a quienes lo cultivan por un ridículo salario y apoyo a la United Fruit Company en su saqueo de América Latina”. En nuestra sociedad solemos ser, a la vez, extremadamente rigoristas, cuando exigimos penas crecientes en el código penal, y notoriamente laxos cuando minimizamos la realidad de las consecuencias dañinas de nuestros comportamientos. Recuerdo un encuentro radiofónico con Alexis Moreno, sacerdote de la pastoral penitenciaria en Gran Canaria, que, hablando de su experiencia, nos decía: “Desengañemonos, el código penal y las cárceles sirven para encerrar a los pobres”.

Nuestra sensibilidad moral parece muy distante de “El concepto de angustia”, publicado por Soren Kierkegaard en 1844: la relación entre libertad y pecado es, más que un sentimiento, un estado permanente de conciencia ante la posibilidad de elegir el mal, la destrucción y la muerte. Más de un siglo después, en 1949, Paul Ricoeur, publica “Finitud y culpabilidad”. Intenta recuperar la simbólica del mal (pensemos que acaba de vivir el ascenso del nazismo y la destrucción que supuso) como único camino para apuntar hacia una visión ética del mundo. Reflexiona a partir de nuestra “labilidad”, la capacidad de errar del ser humano. En ese tiempo de posguerra, Jean Paul Sartre usa una contradicción retórica para insistir en esa misma dirección: “El hombre está condenado a la libertad”. Es decir, aunque la objetividad del mal resultara difícil de determinar, la conciencia humana y el ejercicio de la libertad siempre nos pondrán ante la tesitura de la elección entre el bien y el mal.

Las últimas décadas del siglo XX y el comienzo del nuestro han ido cuajando en torno a una moral con dos características relevantes: primero, el positivismo normativo (es bueno lo que está permitido o es legal y es malo lo que no está permitido o es ilegal), y, en segundo lugar, la disolución de la responsabilidad personal en relaciones, estructuras, influencias, condicionantes… A ello, probablemente, colabora el pensamiento estructuralista que acaba por entender al yo y sus decisiones como una ilusión y, por tanto, cosa de personas ilusas. En “Las palabras y las cosas”, original de 1966, Foucault sostendrá que ante los defensores de la libertad personal sólo cabe una respuesta: el silencio o, lo que sería lo mismo, la sonrisa del filósofo. Levy-Strauss, por su parte, en “Tristes trópicos”, unos años antes, 1955, aclaraba que finalmente lo más denso de la vida era aquella vez en que se cruzó la mirada cargada de recíproco perdón con un gato.  Dando un paso más, para Derridá (1930-2004), probablemente la distinción entre bien y mal se deshilacha en lo lingüístico y queda supeditada a la emoción y la decisión.

Sin embargo, tanto mi conciencia personal como la experiencia de vida me hablan de que el mal es real y se da más allá de lo que dicten las leyes y consensos. Desde la experiencia de la espiritualidad ignaciana, de la que soy hijo, me permito sugerir cinco claves:

Primero: el origen del mal está en el engreimiento. Cuando alguien se siente más relevante que otra persona, cuando se siente con más derechos, pone en marcha el proceso del mal.

Segundo: el mal es contagioso. La mentira, el engreimiento, el odio generan desconfianza y se replican en otras conciencias, en otras personas, con otros comportamientos.

Tercero: el mal destruye al propio sujeto que lo pone en marcha. La violencia y el odio dan una impresión de fortaleza, pero minan al sujeto y lo encadenan a sus propios deseos egocéntricos.

Cuarto: el mal victimiza a la persona inocente y justa. En términos cristianos, el pecado consiste en crucificar a quien es inocente.

Finalmente, en quinto lugar, acudamos a una historia bíblica. Los crímenes de David llevaron a Natán a su presencia narrando la historia del poderoso y rico que mandó matar la ovejita del pobre para su fiesta. David reacciona airado: “Dime quién fue para hacer justicia”. Natán le responde: “Eres tú”. El mal nos habita y no podemos eludir la responsabilidad.

En realidad, estamos ante la realidad creada como parte de la misma y con el encargo de administrarla para podamos pasarla, con humildad,  a la siguiente generación. Sin embargo, parece que nos comportamos como si tuviéramos título de propiedad sobre la tierra y el mar, sobre las estrellas del cielo y sobre otras personas, con quienes compartimos nuestro bello planeta.

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