Recientemente, por uno de esos azares que deparan el calendario y el destino, hemos asistido a la desaparición, casi simultánea, de tres personalidades destacadas del mundo de la cultura: José Luis López Vázquez, Francisco Ayala y Claude Lévi-Strauss. En apenas tres días nos hemos quedado sin un grande de las tablas y el celuloide nacional, sin uno de los escritores más importantes del panorama literario en castellano, último de la denominada Generación del 27, y sin uno de los pensadores e investigadores más relevantes del siglo XX, padre de la Antropología moderna – que se dice pronto -.
Por fortuna, los tres han fallecido dejando a sus espaldas dilatadísimas trayectorias vitales y profesionales en sus respectivas disciplinas; la muerte les ha sorprendido, imagino, con relativa serenidad y como cruel aunque inevitable consecuencia de la despiadada ley que impone la Naturaleza. Evidentemente, cada uno de ellos ha tenido en vida seguidores y detractores, afrontaría críticas y elogios con mayor o menor fortuna. A partir de ahora, sus obras hablarán por ellos y, como dicta el refranero, el tiempo pondrá a cada quien en su lugar. No pretendo ofrecer aquí un obituario, ya que otros más y mejor preparados que yo se han encargado de ello en días pasados. Sí quisiera, sin embargo, enlazar el triste acontecimiento con alguna que otra reflexión.
Debido a la proximidad en el tiempo de los fallecimientos, ha quedado más patente de lo habitual el hecho de que asistimos al ocaso de una prolífica y talentosa generación, cuyos éxitos serán difícilmente igualables en el futuro. Y ésta es, quizás, la clave del asunto. Al dolor por la pérdida humana y personal, se une un incómodo sentimiento de vacío al comprobar que no existe relevo generacional posible que trate de rellenar, siquiera una parte del hueco que queda tras la partida de personajes de esta envergadura. Como es lógico, los logros actuales no adquirirán toda su dimensión hasta dentro de varios años; aún no tenemos la perspectiva apropiada para sopesarlos. No obstante, viendo las condiciones en las que se está desarrollando esa generación – a la que yo mismo pertenezco – y las trazas de la que la sigue, no hay muchas razones para ser optimista.
Puestos a etiquetar – nefasta moda, por cierto -, abogaría por denominar a los hijos del baby boom de los 70 como la Generación del Desencanto. La mía es una generación pletórica de energía, fuerza y talento a la que, a edad temprana, se le abrió la puerta del futuro, de la prosperidad y el éxito. Con la efervescencia propia de la juventud, tratamos de asir todo aquello a lo que se supone que teníamos derecho, procuramos igualar y superar a nuestros modelos, esos que alcanzaron su plenitud a inicios y mediados del siglo XX. Era el nuestro el reino de la oportunidad y la posibilidad, con unos referentes morales y profesionales bastante definidos, con independencia de cuál fuera nuestra área de interés.
Y en algún momento, el escenario cambió. Las puertas antaño abiertas, hoy se cierran a cal y canto. La ilusión es sustituida sistemáticamente por el miedo y la desesperanza y, lejos de procurar utilizar el talento que poseemos – que no es poco – para prosperar, nos limitamos a sobrevivir, con el horizonte del futuro ubicado apenas unas semanas o meses delante de nuestra vista. Los años pasan, la efervescencia juvenil se transforma en conformismo y, como guinda de este descorazonador pastel, asistimos a la natural desaparición de nuestros referentes, tal y como hemos comprobado en días pasados. El caldo de cultivo para nuestro desarrollo no es nada propicio. Y no trataré de realizar vaticinios sobre las generaciones venideras, pues no tengo afán de futurólogo.
No se trata tan sólo de un negro panorama laboral o un entorno de crisis económica – ese término que, de tan manoseado, ha perdido todo significado para muchos -. Considero innegable el progresivo y acelerado declive al que asistimos, manifestado en áreas tan dispares como la política, la economía, la educación y la fijación de unos valores no negociables, unas líneas maestras que deben conformar el armazón de nuestra sociedad con vistas al futuro. Además, muchos observamos con desesperación cómo las esferas de la creación artística, la cultura, el pensamiento y la reflexión soportan constantes muestras de menosprecio y ninguneo; la falta de atención que parecemos mostrar hacia otro de los pilares esenciales de nuestra sociedad es alarmante. Nos limitamos a arañar la superficie sin profundizar ni analizar absolutamente nada. Y la combinación de una juventud, desencantada y sin un futuro claro, con una sociedad carente por completo de referentes y base cultural – entendiendo la Cultura en su sentido más amplio, más allá de subvenciones y medidas cortoplacistas para salir del paso -, puede configurar un peligroso explosivo, cuyo instante de detonación es incierto, aunque posea una capacidad de devastación difícilmente medible. A la generación responsable de reconducir la situación le están arrancando las ganas de actuar a zarpazos, mientras el tiempo pasa, ajeno a todo. Quizás sólo quede recurrir a la política del avestruz, escondiendo la cabeza. Cuando, en el futuro, nos rasguemos las vestiduras convendrá saber qué hemos hecho mal. Aunque sea tarde.
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