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Sobre vallas olvidadas y mamotretos anaranjados

Por razones de cercanía, acostumbro a tomar todas las mañanas un cortadito de leche y leche en la terraza del Estipalma, local, como bien se sabe, pegado al muelle, en la Avenida de Los Indianos. Y aun así, no hay una sola vez que no me pregunte qué jolines hace allí, en la esquina de la terraza, una valla metálica (panel soldado de acero galvanizado, precisa mi compañero de despacho) que no pinta absolutamente nada, y que viene a ser como una redundancia chapucera e innecesaria, no solo porque delimita lo ya delimitado por una barandilla con travesaños de acero inoxidable, la misma que prácticamente rodea todo el perímetro exterior del puerto y los aparcamientos, sino porque resulta que allí no hay obra alguna que cercar.

Esos paneles, que llegan hasta la gasolinera de Disa y luego, pasada esta, se prolongan hasta el Real Club Náutico, solo tienen sentido junto a los escalones de la glorieta en ruinas, porque es peligroso subir a ella, y porque, en tanto en cuanto no se haga nada por restaurarla, lo cual lleva camino de tardar siglos (salvo que un día suceda una desgracia), la solución más práctica y recurrente es vallar la zona, como siempre. Lo malo es que, quien ordenara su colocación, cuya finalidad desconozco, luego se olvidó de retirarlas, o no lo creyó necesario, por si un día hacían falta de verdad. Unos paneles metálicos, insisto, que no pintan nada, pero que sí afean el sitio, que es de lo que se trata, eso que tanto cuesta entender entre quienes se relacionan con cualquier tipo de obra urbana, como es el caso de los postes de los citados aparcamientos, que siguen ahí desde hace meses, aguardando amenazantes (porque siempre pueden volver a tapiar el recinto con planchas) a la próxima Bajada de la Virgen, sin que a nadie le preocupe si están de más (que lo están, al menos estéticamente) o no.

Y como es el caso, por citar otro ejemplo, de la Churrería El muelle, es decir, de la terraza tan mona que han montado en plan basto fuera del local: ocho o diez mamotretos de color naranja, iguales a los del muelle, como si esta fuera una extensión del mismo, y unos paneles de obras con una persiana para resguardarla del viento (y dejarla sin vistas). Dado que la terracita se halla entre tapias valladas, transformadores y coches aparcados o en movimiento, tampoco es que dicho mobiliario desentone gran cosa, pero es como si se pensara que la clientela comedora de churros no se merece algo más fino y apañado, como serían unas vallas de madera, unos tiestos con arbustos y lucecitas (en plan terraza parisina) o unos banquillos aparte para quien no tiene donde sentarse; o como si no interesara gastar en algo que seguramente no aumentaría la demanda de churros, cuando a juicio mío creo que sí lo haría, puesto que yo sería la primera en sentarme a una mesa, como solía hacer con mis sobrinas y mi perrita (¡ay…!) años atrás, cuando la churrería ocupaba aquel sitio magnífico e ideal que ya no existe, y cuya desaparición nos pesó a todos como al que más, cosa que hoy en día ya no me tienta lo más mínimo, y no porque ahora mis sobrinas, ya más crecidas, prefieran salir con sus amigas, sino porque nunca me han atraído los lugares «en obras».

En fin, el dueño sabrá qué le conviene y qué no, pero son estos detallitos, las vallas olvidadas o los mamotretos haciendo de terraza, los que contribuyen a afear en alguna medida la ciudad, puesto que Santa Cruz no es solo el casco antiguo y sus calles comerciales, por las que tantísimo se vela a nivel de prensa. Estos detallitos también cuentan y contribuyen a formar su imagen, encantadora o deplorable, entre locales y visitantes. Así que, por favor, miremos un poco más la estética de ciertos establecimientos, sobre todos los que acogen a una clientela que, aunque no proteste, no se merece sentarse entre paneles de acero galvanizado y mamotretos de hormigón.

Rita Claramunt (ya sin su perrita, ¡pobrecita mía!, que se fue al cielo de las lindas mascotas).

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