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Esperanza enlutada

Se negaba Unamuno a admitir que el ser humano fuera una fatídica procesión de fantasmas que va de la nada a la nada. Nos lo recordaba Manuel Fraijó Nieto en Diálogos de Medianoche de Radio ECCA, en abril de 2014. Afirmaba el profesor Fraijó que esa resistencia aparece no solo en el genial filósofo vasco sino prácticamente en todas las tradiciones culturales de la humanidad. Aunque muchas veces lo hace a través de sus religiones, también aparece en el pensamiento de grandes autores no religiosos, como Ernst Bloch. Cuando se le preguntaba por el sentido de nuestra existencia, contestaba siempre: “Vamos a casa”.

Hace ya unos años, en un pueblo de la Alpujarra granadina, donde organizábamos un campo de trabajo con jóvenes universitarios, tuvo lugar un accidente terrible en el que murieron varios miembros de una familia. Esa noche, el equipo organizador convocó a quienes quisieran a un rato de oración. Asistieron muchas personas de la comunidad. Entre ellos un jovencito que hablaba poco y con un acento muy propio de aquella tierra. En el momento de la participación, tras cantos y lecturas, entre otras voces él levantó su palabra y dijo: “Señor, que no nos pase nada”.

En Santa Cruz de La Palma, como en tantas otras ciudades, hay una iglesia, construida de modo que su altar mayor mira al mar, a oriente, al lugar por donde sale el sol. Ciertamente, quien conozca el terreno de la Plaza de España en la capital palmera, caerá en la cuenta de que hubiera sido mucho más sencillo construir la Iglesia en paralelo a la costa, de modo que su altar mayor se orientara al norte o al sur. El símbolo de la salida del sol y su primera luz servía a las comunidades cristianas de la época para orientar los templos. En este caso, le pusieron por nombre “El Salvador”. Si vinculamos sol y luz, calor y vida al nombre del templo palmero, bien podemos todavía hacernos la misma pregunta, ¿de qué nos salva quien recibe este título?

Fraijó, catedrático emérito de Filosofía de la Religión en la UNED, es hombre de pensamiento profundo y apertura de mente. Es doctor en Teología y en Filosofía. Sin embargo, “no es despreciable la fe del carbonero”, nos dijo en la conversación radiofónica comentando la petición del joven alpujarreño del que hablamos más arriba y de muchísimas otras personas que acuden a Dios, a María, a las santas y santos, a ángeles y arcángeles en busca de sanación, curación, protección, favor.  “Pero, ¿de qué nos salva el Salvador?” le preguntamos en la emisora: “De nosotros mismos”, acabó por responder Fraijó tras una breve explicación.

Lo cierto es que la condenación existe aunque no hablemos en términos escatológicos. No me refiero al fuego del infierno más allá de nuestra historia. Cotidianamente la violencia, el odio, el racismo, la enfermedad, la mentira suman dolor y dolor a una vida humana que el insigne Tomás de Aquino no dudó en calificar como “valle de lágrimas”. Sartre, por su parte, afirmó que “el infierno son los otros”. Por supuesto, estamos las privilegiadas gentes que en este comienzo del siglo XXI vivimos en algunas zonas del planeta con recursos económicos suficientes. Pero a diario nos visita la imagen de un cayuco extraviado en el Atlántico donde pierden su vida quienes intentan mejorarla llegando a Europa, nos visita el dolor de la soledad brutal en que viven tantas personas ancianas, la impotencia ante la enfermedad en la UCI, la tragedia de una adicción a las drogas, la violencia contra las mujeres incluso en la propia familia, la destrucción de los pueblos originarios y sus entornos…

En 1992, el año de la olimpiada de Barcelona y la Expo de Sevilla, Fraijó publicó un libro que denominó “Fragmentos de esperanza”. Reconocía en su prólogo que “el mundo que, día a día, a través de los medios de comunicación, se asoma a nuestras vidas, no ofrece asideros para una esperanza exultante”. Fraijó se apunta así a la esperanza enlutada, expresión que toma de Ernst Bloch.

Ya que la condenación existe -por más intramundana que se quiera-, cabe la pregunta de si existe su reverso: la salvación. En “Esperando a Godot”, de Samuel Beckett, uno de sus protagonistas, Vladimir, exclama después de enumerar los grandes éxitos de la tecnología del siglo XX: “El hombre, sin embargo, adelgaza”. Es posible que, por más que sepamos que el bienestar pasa por la mejora tecnológica y los avances en convivencia ciudadana, también podemos descubrir que lo que hacemos, nuestros éxitos, nuestras consecuciones, no nos salvan.

Recuerdo a una amiga que, tras leer un artículo en el que exponíamos las tareas que hacíamos en mi comunidad jesuita de Almería, me comentó: “Parece que ustedes dan razón de sí mismos por lo que hacen”. Es verdad que, en buena medida, lo que somos se plasma en nuestra actividad, pero mi experiencia vital me enseñó que el éxito en las tareas y los objetivos laborales o misionales, por muy excelsos que sean, no son garantía de salvación. Me impresiona mucho aquella imagen de María al pie de la cruz viendo a su Hijo morir sin poder hacer nada más que estar. Sin poder, por tanto, desclavarlo de la cruz y sanar sus heridas.

Fraijó, en la introducción a “Fragmentos de esperanza” nos recuerda que su libro “se centra, aunque no exclusivamente, en la esperanza intrahistórica”. Y nos recuerda que “de la esperanza escatológica me he ocupado en otro lugar”. Sin embargo, acaba reconociendo: “Huelga decir que la separación entre las mismas no es tan nítida como acabamos de sugerir”. Hay algo de puramente gratuito en la salvación, algo que nos viene, que nos es regalado, que nos hace salir de nuestros propios intereses y nos capacita para alabar, respetar y servir y, por ese camino, salvar la propia vida y, seguramente, colaborar en la salvación de otras gentes, de otras personas.

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