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Un maestro para Francisco

Lucas López.

El Concilio Vaticano II fue posible gracias al trabajo previo de una extraordinaria generación de teólogos que trabajó durante los durísimos años de la primera mitad del siglo XX. El Concilio supuso un impulso para la siguiente generación, conformada por jóvenes teólogos que se habían formado con los primeros y que trataron de sacar las consecuencias teológicas para la misión de una Iglesia que había proclamado que “…la alegría y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de su tiempo son la alegría y la esperanza, la tristeza y la angustia de los discípulos de Cristo” (Gaudium et Spes, 1). Casi al mismo tiempo que se detectaba el virus de la Covid 19, en noviembre de ese año, fallecía en San Miguel, Buenos Aires, el teólogo jesuita Juan Carlos Scannone. Cuatro años antes habíamos tenido la suerte de contar con él en los micrófonos de Radio ECCA, para Diálogos de medianoche. Le preguntamos si había conocido a Bergoglio antes de ser Papa: “Fui su profesor”, nos contestó. “Luego lo tuve también de Superior”. Era nuestra oportunidad para indagar en la formación de aquel argentino de antecedentes italianos que estaba iniciando tantos procesos desde el pontificado.

Tras el Concilio Vaticano II, en Argentina, los obispos habían incorporado a su pastoral una manera de hacer teología que llamaban “teología del pueblo”. La iniciativa nació cuando en 1966 crearon la Comisión Episcopal de Pastoral (COEPAL). Aquel proceso que se prolongó en el tiempo e influiría en un buen grupo de gente de Iglesia, entre ellos, un tal Jorge Bergoglio. Conocí a Juan Carlos Scannone en Roma. Como responsable de formación de los jóvenes jesuitas argentinos, los visitaba en el Collegio Bellarmino, donde residía yo también mientras completaba mis estudios de teología. Era un momento complejo, en el que los jesuitas de Argentina vivían muchas tensiones internas. Bergoglio, que había sido su provincial durante el conflicto, era entonces, año 93, un obispo coadjutor en Buenos Aires que empujaba a la Iglesia hacia las villas donde vivían las poblaciones más pobres. Recordaba poco de aquel mi primer encuentro con Scannone, pero lo rememoramos cuando en febrero de 2015 conversamos en ECCA.

Nos habló de la teología del pueblo como matriz para explicar las iniciativas de Francisco como Papa. Yo tenía en mi memoria, grabada intensamente, la escena de Bergoglio vestido de blanco pidiendo al pueblo congregado en la plaza de San Pedro que orara por él en su nuevo puesto: “Los cardenales han ido a buscar al nuevo obispo de Roma al fin del mundo”, dijo desde el balcón central de la basílica de San Pedro cuando se anunciaba que su nombre era el de Francisco.

“¿Es Francisco un teólogo de la liberación?”, preguntamos al profesor argentino. Nos contó que en 1972, cuando él iniciaba su andadura docente, tuvo lugar un encuentro en El Escorial en el que se reunieron muchos de los jóvenes que enseñaban aquel modo de hacer teología. Entonces él distinguía cuatro grandes grupos de teología de la liberación: la corriente mayoritaria, con Gustavo Gutiérrez, Leonardo Boff o Jon Sobrino SJ como autores principales y a la que caracterizaba su sentido de una práctica transformadora en el devenir de la historia de los pueblos de América Latina; el brasileño Hugo Assmann sería, por su parte, el principal representante de una teología hecha desde la perspectiva de los grupos revolucionarios confiados en una senda de enfrentamiento radical;  una tercera corriente ponía el acento en la vida de la Iglesia y promovía un carácter integral y evangélico de la liberación desde una perspectiva bíblica y eclesial. Esta corriente tenía a Eduardo Pironio, que unos pocos años después fue nombrado cardenal, como uno de sus principales impulsores. Finalmente, la teología del pueblo, que lo entiende como sujeto de una cultura y una historia compartida y que se desarrollaba principalmente en Argentina.

La teología del pueblo parte de esa religiosidad popular que, lejos de ser un opio (como sostenía Marx), tiene un dinamismo de liberación comunitaria enorme. Es verdad que, frente a otros modos de hacer teología de la liberación, más que fijarse en las estructuras de poder, la teología del pueblo se centra en los dinamismos y  procesos culturales que, finalmente, señalan los valores por los que se mueven las personas y las comunidades.

Probablemente, la conveniencia de iniciar procesos, en los que la dimensión temporal es preferente sobre la necesidad de ocupar espacios de poder, caracteriza el pontificado de Francisco. Por eso, una y otra vez, pone en marcha foros, diálogos, encuentros o realiza gestos que probablemente no se cerrarán en el tiempo en el que él permanezca en la sede de Pedro, pero que introducen a la Iglesia en dinámicas que generan cambios. Por eso, una y otra vez acude a las expresiones más populares de la fe, a la vez que impulsa el tratamiento de temáticas no suficientemente abordadas por la teología (las nuevas familias, el cuidado de la casa común, la gobernanza eclesial…), utilizando con más frecuencia y con mejor realización la herramienta de participación que son los sínodos eclesiales.

Desde esa teología popular argentina y su formación espiritual ignaciana, Francisco nos invita una y otra vez al discernimiento, a la búsqueda de lo que el Espíritu de Dios, el Espíritu de Cristo, nos dice en cada momento de la historia a este pueblo plural y diverso que se reúne como Iglesia en un mundo donde apenas nos toca ser levadura en la masa.

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