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Mendicantes con esperanza

Laín, Heidegger, Buero.

A comienzos de los noventa, desde el barrio de Almanjáyar, en Granada, salíamos cada mañana dos compañeros jesuitas camino de la Facultad de Teología. El invierno se manifestaba en el vaho de nuestra respiración, las bufandas bien ceñidas y nuestras manos enfundadas en sus guantes y metidas en los bolsillos. Una mañana, un niño del entorno se nos acercó para pedir unas monedas alargando su mano mendicante. A los pocos días leí a mi compañero un poema reflejando aquel momento. “A mí lo único que se me ocurre es la constatación de que desde pequeñitos les enseñan a pedir”, comentó tras escucharme. Era un barrio mayoritariamente de personas de la comunidad gitana empobrecida. En el poema reflejaba que nuestra vida avanza mientras mendigamos: medios económicos, cariños, palabras de aprobación, respeto. En realidad, somos mendicantes, gente que necesita y que siempre depende de algo puramente donado, no merecido, no ganado, algo regalado.

En 1989, en El País, el médico y humanista Pedro Laín Entralgo publicó “Mi Heidegger”. Hacía trece años del fallecimiento del polémico filósofo alemán y Laín volvía sobre él para recordar cómo se había convertido en argumento de su tesis doctoral sobre la relación entre medicina e historia. Será una conversación filosófica mantenida en el tiempo. En 1957 Laín publica una de sus obras de mayor calado, “La espera y la esperanza”, que quiere dar réplica al pensamiento de Heidegger. El filósofo alemán analiza nuestro acto de pensamiento más radical, el de preguntar, y concluye que estamos hechos a la imagen de aquel niño granadino con su mano extendida pidiendo unas monedas. Somos, pues, pobres gentes (existentes, “da-sein”) en el mundo, mendigando y preguntando mientras caminamos inexorablemente hacia la muerte, negación de toda pregunta y muestra de la ineficacia de toda mendicidad.

Laín Entralgo nos presenta este contrapunto: cuando preguntamos, esperamos alcanzar una respuesta; cuando mendigamos, esperamos recibir algo. El humanista español parte de una pregunta planteada en términos diferentes a los del existencialista alemán: “¿Adónde conduciría un análisis de la existencia cuyo punto de partida fuese no la angustiada menesterosidad que el hecho de preguntar delata, sino esa ambivalente mezcla de angustia y esperanza -más angustiada en unos casos, más esperanzada en otros- que constituye el nervio real del preguntar?”.

A juicio de Laín, nuestra vida tiene diferentes estados de ánimo y hay algunos que ayudan a entender mejor lo que somos. Heidegger señala tres : “la angustia, el aburrimiento cuando es profundo y la alegría que engendra la presencia de un ser humano amado”. Heidegger fue incapaz de explorar otra vía que no fuera la de la angustia. Sin embargo, el temblor que sentimos ante alguien a quien amamos incluye no solo el reconocimiento de nuestra incompletitud que necesita a otra persona, sino también la esperanza de que esa persona nos corresponda, nos complete, nos haga ser más de lo que individualmente somos.

Buero Vallejo, en un drama titulado “En la ardiente oscuridad”, hace del joven Ignacio un alumno del colegio mayor de personas ciegas, un clamor que protesta y lucha frente al estatus conseguido y en el que se sienten cómodos sus compañeros invidentes. Pablo, su oponente, observa cómo el comportamiento rebelde de Ignacio, plasmado en una dejación absoluta respecto a los comportamientos políticamente correctos, va sumando más y más adeptos en la joven comunidad. En medio de la controversia, pregunta a Ignacio: “¿Qué es lo que quieres?”. A lo que Ignacio contesta sin dudar: “Quiero ver”. Y sin solución de continuidad asegura: “Quiero verlo todo. Quiero ver las estrellas. Y quiero ver también lo que hay más allá de las estrellas”. Lejos de ser una reflexión sobre las condiciones sociales de las personas invidentes, Buero se pregunta por la esperanza: queremos ver qué hay más allá de las estrellas.

A la entrada de la casa de mis abuelos, en Santa Cruz de La Palma, había una imagen pequeña y permanentemente iluminada del Corazón de Jesús. En torno a ella estaba inscrita la leyenda “Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío”. Recuerdo esa oración, a modo de letanía, en los labios de mi madre mostrando una absoluta confianza en que la Ternura (con mayúsculas), el Amor, nos hace fuertes en nuestra menesterosidad, en nuestra incapacidad. La canción de Silvio Rodríguez lo dice con sus poéticas palabras: “Solo el amor alumbra lo que perdura, solo el amor convierte en milagro el barro”. Ya como estudiante de teología, tuve en mis manos una oración escrita por Claudio de la Colombière, un jesuita francés del siglo XVII, fallecido con apenas 41 años. En aquel texto, el joven jesuita no ignora ninguna de las debilidades y menesterosidades que nos caracterizan. Las describe pormenorizadamente. Sin embargo, la oración afirma con rotundidad la esperanza y concluye con una desproporción convencida de que el amor de su vida le dirá que sí: “Espero que Tú me amarás a mí siempre y que te amaré a Ti sin intermisión, y para llegar de un solo vuelo con la esperanza hasta dónde puede llegarse, espero a Ti mismo, de Ti mismo, oh Creador mío, para el tiempo y para la eternidad”.

Con aquel joven invidente Ignacio, nunca nos conformamos con ver las estrellas, siempre queremos ver qué hay más allá de las estrellas. Siempre esperaremos “…a Ti mismo, de Ti mismo, oh Creador mío”. Con el muchacho de Almanjáyar, tendemos la mano.

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